Para cuando se lea esta carta, habré muerto. La dejé con
Rodolfo, el conserje, el único que entiende y sabe de mis derrotas. No pretende
ser una carta de despedida, simplemente una crónica mustia y cruel de mi
deriva.
Decidí encerrarme en el piso estos últimos días. Me he
convertido en la persona que nunca imaginé, pero ya nada puedo hacer para
remediarlo. Soy un despojo que se arrastra de la cama al sofá y viceversa. He
decidido quitar todos los espejos, me asusta este rostro que ya no reconozco.
Las cucarachas han tomado mi cocina y no pongo freno a esta invasión
incontrolada. Mi loro llora por lechuga y no tengo siquiera fuerzas de bajar al
mercado. Me molestan los gritos de los niños jugando en la acera, el claxon del
autobús de miradas grises y cristales empañados, hasta la luz se ha convertido
en mi peor enemigo. El buzón está lleno de correo que no contesto. Mi editor
llama constantemente al teléfono, he decidido desconectarlo. Me siento durante
horas a contemplar el péndulo de mi antiguo reloj, cómo si esperara un señal,
un resquicio de salvación. Escucho las noticias, cierro los ojos, y me alimento
con la mierda de este mundo. Soy el gérmen de la desidia, el capitán del buque
de la miseria, un maestro en la escuela del fracaso. Soy un artesano en tumbas,
un guerrillero sin misión, un hereje con pluma. Deambulo por los pasillos con
la botella en la mano a esperar mi final.
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