“Cielo, ya no puedo más. Este sufrimiento me tiene esclavo y
la vida ya no es vida, es una tortura. Necesito que las niñas sepan que las
adoro, que lo sepan siempre, pero me martiriza que vayan a recordarme así. Si
me marcho ahora que aún son tan pequeñas, ¿crees que podrán acordarse de mí
cuando era grande, cuando aún trabajaba? Tengo esa esperanza. Cariño, no
llores. Tú ya no vas a poder acordarte de mis besos, pero inténtalo, haz como
si te hubiese besado una última vez antes de todo esto. Después, por favor,
intenta ser feliz. Te quiero. Os quiero más de lo que puedo decir”
Aquí paré de escribir, no podía seguir por las lágrimas
emborronándome la vista. Él me estaba mirando, atravesándome con esos ojos
enormes suyos, y después volvió a mirar el tablero, pero fui incapaz de
seguirle mostrando el abecedario. Sin embargo él, implacable, siguió
pestañeando el morse de sus párpados. S.O.S., repetía. Hasta que accedí a
continuar taquigrafiando sus últimas palabras. He tardado tres horas y media en
escribir su carta, letra a letra, cada pestañeo suyo un golpe de martillo en mi
pecho y ahora la tengo frente a mí. Lo último que ha dicho es “No soy tuyo.
Suéltame, por favor. Déjame ir”. Pero no sé si puedo. No había nadie más en la
habitación. Qué difícil es algunas tardes encontrar a las enfermeras. Creo que
voy a tirar esta carta horrible a la basura. No había nadie más en la sala,
solo él y yo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario