martes, 19 de marzo de 2013

Navidad - Antonio

Las calles y los locales están llenos de gente. Ni la lluvia, ni el frío les mantiene fuera. El enjambre en la ciudad alcanza su culmen, ruido, aglomeraciones, prisas, nervios, recados siempre de última hora. Llevo apenas una hora de vuelta, y ya recuerdo porqué me marché de aquí. El aguacero que ha caído esta tarde, al menos, ha hecho más respirable la atmósfera. Me resisto a estar aquí, de manera cabezota y estúpida, con un billete de vuelta en sólo un par de días e intentando negar la indudable belleza de las luces de colores reflejadas en el asfalto mojado. Insisto machaconamente en la soledad de las ciudades, rodeado como estoy de gente que en estos días parece estar decidida a sonreir permanentemente. Pretendo ser ajeno a todo lo que se está moviendo, incluso cuando yo mismo ando con una compra rápida, de última hora, en uno de los días marcados en rojo en el calendario de cualquier centro comercial. Sé lo que quiero, creo ingenuamente que eso me da una ventaja cualitativa sobre el resto de almas deambulando por los amplios pasillos sobreiluminados de este nuevo lugar de culto masivo. Ni siquiera tengo un plan B si mi idea inicial ha sido ya agotada de las estanterías. Y no lo tengo porque creo que el hecho de estar al margen de la euforia colectiva de estos días, me hace impermeable a la cascada de mensajes, necesidades, protocolos y celebraciones, y no considero ni por un instante que algunas decenas de esas miles de humanidades que compartimos ahora esta ciudad, hayamos podido tener la misma idea.  Vivo en la resistencia. Siempre es así cuando estoy aquí, y más ahora, machacado por altavoces con canciones de letra estúpida que hablan de pastorcillos, virgenes, peces, campanas y demás estereotipos. Creo que esa resistencia me hace único, diferente, menos vulnerable, como si fuese un observador externo que toma notas para un estudio. Me gasta, me mina, aunque aquí el tiempo siempre parezca pasar más rápido. Lo creo por puro instinto de supervivencia, porque en realidad no soy más que otra parte de este ritmo, otra parte más necesaria para que todo este circo tenga sentido. Sobrevivo a la compra, a la masa, a la cola y a la pobre cajera, camino tres calles hasta un portal iluminado, conocido, al que sólo llamo al telefonillo una vez al año. Soy yo, respondo. Se abre la puerta. El ascensor es el último momento de preparación antes de romper la burbuja. La puerta de la casa está abierta. Al fondo del pasillo, en el salón, suena jaleo, igual que cada año. Es el primer ruido de la ciudad que puedo tolerar. Dentro están todos los que quiero y casi no veo. Me sale del alma sonreir y decir "Feliz Navidad".

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