La libélula se había posado en una rama del gran árbol donde
todos los insectos tenían su hogar. Poco a poco salieron de sus secretos
escondrijos para ver a la nueva habitante. El escarabajo negro se abrió paso
entre el resto de moradores del árbol y habló.
-
¿A qué has venido extranjera? - la
libélula les miró en completo silencio. Había extendido sus alas que brillaban
de iridiscencia dorada al sol. Todos los insectos quedaron cegados por su
belleza y su imponente presencia.
-
Vengo a pediros cobijo. He sido
desterrada - habló la libélula.
-
¿Qué has hecho para merecer tal
castigo?
-
Volar – y la libélula alzó su barbilla.
-
No es posible, extranjera. La mariquita
vuela y no la hemos desterrado – y la mariquita negó con la cabeza aleteando en
un rápido zumbido sus alas- la mosca vuela, la abeja, la mariposa, todas ellas
vuelan y son parte de la comunidad. Hasta yo que soy de tierra tengo mis alas y
soy el alcalde de este pueblo. ¿Quién osaría desterrarte por volar?
-
No habéis volado muy lejos de este
árbol si no conocéis la respuesta a esta pregunta. Me ha desterrado mi amado.
Los insectos hicieron asamblea y decidieron de común acuerdo
dar cobijo a la libélula, pues había
sido sincera. Al principio la acogieron y la trataron como a una más. Sin
embargo con el pasar de los días algo les iba inquietando. Era el brillo de sus
alas, que les dejaba a todos ciegos y no podían mirarla demasiado tiempo
seguido. El ciempiés le pidió que ocultara sus alas, incluso la mariposa
acostumbrada a desprender magias y brillos en su vuelo, le solicitó que se
replegase. Pero la libélula se negó a la petición que el pueblo le hacía. Le
dejaron entonces un hueco en lo alto de las ramas, donde sólo si miraban hacia
arriba se cegarían.
Un día todo el poblado se despertó alarmado. Temblaba el
árbol, sus ramas en terremoto, sus hojas cayendo violentamente al suelo. El
escarabajo dio la voz de alarma: estaban siendo atacados por el Dragón que
embestía el árbol con sus testa.
-
¿Por qué viene aquí? No somos
suficiente alimento para tan voraz apetito.
La libélula descendió y dijo:
-
No viene por vosotros, viene a por mí –
y con su habitual dignidad se dirigió volando hacia donde se encontraba el
Dragón.
La libélula aleteó a su alrededor y el brillo de sus alas
cegó a la bestia que ya no veía y no podía asestar más testarudos golpes al
árbol. Entonces la libélula le habló:
-
Ya me desterraste en una ocasión, ¿por
qué vienes a molestar a estas gentes de bien?
-
¡He de vencerte!
-
No puedes – el resto de insectos
miraban estupefactos a un pequeño insecto como ellos enfrentándose a un Dragón
– por más lejos que me expulses nunca te librarás de mi. Deberías haberle
pedido a aquella bruja otro hechizo.
-
Es cierto, no debí pedirle que te
convirtiera en insecto, solo debí pedirle que te quitara las alas.
-
¿Y por qué en lugar de eso no le
pediste que te hiciera brotar alas a ti también?
La libélula se situó justo enfrente del Dragón como un
espejo. Y todos los insectos enmudecieron ante lo que sucedió. La libélula se
transformó en una gigantesca Dragona alada.
-
No soy nada que tú no lleves dentro,
pero has querido derrotarme. Qué gran error has cometido, amor mío.
El
Dragón cegado y avergonzado se sumergió como una serpiente en las entrañas de
la tierra y desapareció. Y la Dragona sin espejo volvió a ser libélula. Desde
aquel día fue venerada por el resto de insectos que la honraron por haber
salvado al poblado del Dragón con la belleza y el brillo de sus alas.
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