La
familia ha recibido hace poco, en mayo, una visita que viene ha quedarse. Rocio
es un bebe de siete meses que acapara la atención de mamá. Ha nacido con un
tumor en un ojo, bautizado entre nosotros como "el ojito pirri", por
el que mi madre me pregunta a veces, a mí, que tengo siete años, "¿Te
parece un monstruíto Rocio?" Yo, la verdad, no sé ni recuerdo qué
contestaba. La miraba a elle y a su ojo deformado y notaba la preocupación de
mi madre, pero no sabía que pensar al respecto, solo esperaba que no la
devolvieran por eso.
Eso sucedía en
Ramiro Ledesma 273, en Valencia, donde vivíamos entonces y adonde habían
llegado las navidades. Mi hermano Nacho y yo jugamos en el recibidor de la casa
a astronautas. Yo tumbado en el suelo boca arriba con las piernas encogidas y
él se sienta en mis pies y yo le catapulto, con tanto entusiasmo que sale
despedido y se abre la cabeza. Sangre, carreras a urgencias, pequeña emergencia
familiar. Yo cara de que no he hecho nada. ¡Que viva la
navidad!
Al día
siguiente, mi hermano se va al futbol con su amigo Oliver; los lleva su padre a
ver el Valencia-Stal Mielec. Para quien no sepa de futbol, el Stal Mielec es un
equipo polaco del montón, de los que año tras año, sin pena ni gloria, pululan
por las categorías menores del futbol europeo. Pero para mí, la sonoridad del
nombre evoca resonancias que lo equiparan a la nobleza de equipos como Bayern
Munich, Manchester United o Inter de Milán. Yo no me lo puedo perder. Yo voy. "No,
tú no vas, no puedes ir." Berrinche, lloros, pataleta... Tan grande sería
el disgusto, que mamá solo encontró la forma de calmarme adelantando el regalo
principal de los reyes: un fuerte vaquero con su 7 de caballería y sus
comanches. Mientras el Stal-Mielec intentaba esforzadamente, sin exito,
escribir una línea honorable en el gran libro de la historia futbolística, yo
comprobaba satisfecho que los comanches eran capaces de entrar en el fuerte y
masacrar despiadadamente a todos sus defensores bajo la atenta mirada del
"ojito pirri"
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