Paseaba por
Bryant Park a la espera de que el espectáculo de patinaje artístico comenzase.
Los primeros copos de la tarde empezaron a caer y se acompasaban con un
ambiente de luces y música de Frank Sinatra que me daba la sensación de estar dentro
del gigantesco decorado de la próxima película Julia Roberts. Mi primo no se
sentía partícipe del azucarado espíritu navideño que a mí, por el contrario, me
estaba asaltando por sorpresa y con el corazón tan abierto que no tuve ningunas
ganas de resistirme a aquella alegría. Podría parecer ficticia, pero yo sabía
que era un continuum de la que me había embargado desde que había pisado Nueva
York. Ahora esa alegría estaba manifestando un pico en alza. Campanillas y
bailes para los donativos al cuerpo de salvamento, encendido del árbol en el
Rockefeller Center, nieve posándose en los bancos de Central Park... Sí, como
decía Álex, en esta ciudad, por más renegado que seas de la Navidad, hacen
temblar seriamente los cimientos de tus convicciones.
Calmaba mi
frío entrando en puestos con libretas de cuero repujado, muffins, o finísimas
imitaciones de zapatos en miniatura. ¿Qué le pasaba a esta ciudad con la
idolatría por los zapatos? Esto es algo que antes hubiera criticado sin piedad,
pero ya no me importaba todo en lo que creía creer, todo lo que creía odiar.
Por algún motivo allí la gente está feliz, y ya casi terminando mi viaje dejé
de tratar de averiguar el por qué. Simplemente quería seguir participando el
tiempo que me quedase de esa alegría y dinamismo que se contagian sin esfuerzo por las calles de
Manhattan. Entré en un puesto de joyería donde vi un Ojo Azul, ese amuleto de
protección. El dependiente era turco.
- ¿Crees
que este amuleto te protege?
El turco me
miró fijamente y dijo:
- Si
yo tiro uno al suelo, se rompe. Si no puede protegerse a sí mismo, ¿cómo puede
protegerme a mi?
- No
se romperá – reté al turco – vamos, tíralo. - Pareció dubitativo, a punto de
hacerlo, pero al final decidió dejarlo de nuevo en su estantería. - Es sólo un
trozo de cristal. Eres la primera persona a la que le cuento esto. A todos les
digo “sí, por supuesto, protege”. He de venderlos. No sé por qué te he dicho
algo así.
- Es
sólo un símbolo, ¿entiendes? Sólo algo sobre lo que poner tu conciencia, pero
es la conciencia la que te protege. El símbolo simplemente te ayuda a
recordarlo.
Ah, me sentía
inquebrantable. Le conté cómo había dejado mi trabajo, mi vida atrás, y todo
por un pálpito que me llevó al último lugar del planeta que voluntariamente
hubiera escogido. Ahora me daba cuenta de cuántos prejuicios había dejado caer
durante mi estancia allí. Le conté algunas cosas increíbles acerca de las
piedras que él mismo vendía y que desconocía. Eran increíbles pero él las
creyó, sin saber por qué. Y yo no sabía por qué, pero salté un océano tras el
cual me esperó la dicha con una sola condición: la de no saber qué iba a
ocurrir mañana. Solo podía sonreír
cuando se lo contaba al turco.
La palabra Navidad
significa “nacimiento de la vida para ti”. La vida nace siempre donde uno menos
se lo espera. Debajo del asfalto crecen margaritas que lo atraviesan. Del
vidrio azul sin vida de un turco descreído surge la conciencia sobre el resto
de piedras auténticas que vende. Y para una pseudo hippie con ciertos
principios acerca del consumismo nace en la ciudad más abarrotada de
escaparates del planeta, haciéndole respetar las infinitas posibilidades de
creación de las que es capaz el ser humano. Quizá ese nacimiento de la vida
solo se hace posible con un salto al vacío - ¿pues qué es todo nacimiento sino
un salto que requiere una cierta dosis de fe? Respiré el frío cortante. Observé
los restos de hielo que segaban las patinadoras en sus giros, las hojas caídas
que rescataban de la pista. Me envolvieron las voces angelicales del coro de
niños, las luces del Empire State y el resto de edificios colindantes. Aquella
magia la habían hecho posible los humanos y me pareció esperanzador que
pudiésemos crear cosas tan bellas.
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