martes, 19 de marzo de 2013

Navidad - Diana C


Paseaba por Bryant Park a la espera de que el espectáculo de patinaje artístico comenzase. Los primeros copos de la tarde empezaron a caer y se acompasaban con un ambiente de luces y música de Frank Sinatra que me daba la sensación de estar dentro del gigantesco decorado de la próxima película Julia Roberts. Mi primo no se sentía partícipe del azucarado espíritu navideño que a mí, por el contrario, me estaba asaltando por sorpresa y con el corazón tan abierto que no tuve ningunas ganas de resistirme a aquella alegría. Podría parecer ficticia, pero yo sabía que era un continuum de la que me había embargado desde que había pisado Nueva York. Ahora esa alegría estaba manifestando un pico en alza. Campanillas y bailes para los donativos al cuerpo de salvamento, encendido del árbol en el Rockefeller Center, nieve posándose en los bancos de Central Park... Sí, como decía Álex, en esta ciudad, por más renegado que seas de la Navidad, hacen temblar seriamente los cimientos de tus convicciones.
Calmaba mi frío entrando en puestos con libretas de cuero repujado, muffins, o finísimas imitaciones de zapatos en miniatura. ¿Qué le pasaba a esta ciudad con la idolatría por los zapatos? Esto es algo que antes hubiera criticado sin piedad, pero ya no me importaba todo en lo que creía creer, todo lo que creía odiar. Por algún motivo allí la gente está feliz, y ya casi terminando mi viaje dejé de tratar de averiguar el por qué. Simplemente quería seguir participando el tiempo que me quedase de esa alegría y dinamismo que  se contagian sin esfuerzo por las calles de Manhattan. Entré en un puesto de joyería donde vi un Ojo Azul, ese amuleto de protección. El dependiente era turco.
-     ¿Crees que este amuleto te protege?
El turco me miró fijamente y dijo:
-     Si yo tiro uno al suelo, se rompe. Si no puede protegerse a sí mismo, ¿cómo puede protegerme a mi?
-     No se romperá – reté al turco – vamos, tíralo. - Pareció dubitativo, a punto de hacerlo, pero al final decidió dejarlo de nuevo en su estantería. - Es sólo un trozo de cristal. Eres la primera persona a la que le cuento esto. A todos les digo “sí, por supuesto, protege”. He de venderlos. No sé por qué te he dicho algo así.
-     Es sólo un símbolo, ¿entiendes? Sólo algo sobre lo que poner tu conciencia, pero es la conciencia la que te protege. El símbolo simplemente te ayuda a recordarlo.
Ah, me sentía inquebrantable. Le conté cómo había dejado mi trabajo, mi vida atrás, y todo por un pálpito que me llevó al último lugar del planeta que voluntariamente hubiera escogido. Ahora me daba cuenta de cuántos prejuicios había dejado caer durante mi estancia allí. Le conté algunas cosas increíbles acerca de las piedras que él mismo vendía y que desconocía. Eran increíbles pero él las creyó, sin saber por qué. Y yo no sabía por qué, pero salté un océano tras el cual me esperó la dicha con una sola condición: la de no saber qué iba a ocurrir mañana. Solo podía sonreír  cuando se lo contaba al turco.
La palabra Navidad significa “nacimiento de la vida para ti”. La vida nace siempre donde uno menos se lo espera. Debajo del asfalto crecen margaritas que lo atraviesan. Del vidrio azul sin vida de un turco descreído surge la conciencia sobre el resto de piedras auténticas que vende. Y para una pseudo hippie con ciertos principios acerca del consumismo nace en la ciudad más abarrotada de escaparates del planeta, haciéndole respetar las infinitas posibilidades de creación de las que es capaz el ser humano. Quizá ese nacimiento de la vida solo se hace posible con un salto al vacío - ¿pues qué es todo nacimiento sino un salto que requiere una cierta dosis de fe? Respiré el frío cortante. Observé los restos de hielo que segaban las patinadoras en sus giros, las hojas caídas que rescataban de la pista. Me envolvieron las voces angelicales del coro de niños, las luces del Empire State y el resto de edificios colindantes. Aquella magia la habían hecho posible los humanos y me pareció esperanzador que pudiésemos crear cosas tan bellas.     

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