Los sinvergüenzas esperaban ocultos en las sombras. Aún no
había anochecido pero al ocultarse el sol, el frío y la humedad cayeron sobre
sus cuerpos como una manta indeseable.
Algo no iba del todo bien. Ahora era el momento en que
esperaban entrar en la casa, según las informaciones de Marisa. A las 17:30 los
dueños saldrían a la cabalgata de reyes y luego irían a cenar con la cuñada. No
volverán hasta tarde, con el niño ya dormido, si es que los nervios lo
permitían. Son casi las 18 y este maldito frío se me está metiendo hasta la
médula... al final, la jugada me costará una pulmonía, pensaba uno de ellos.
Por fin, salieron precipitadamente todos y tras su marcha se
hizo el silencio en la casa de campo. Ningún vecino que pudiera presenciar el
robo, ninguna carretera cercana que trajera un testigo inesperado del
despreciable acto que iba a ocurrir.
Tenían la llave de la puerta trasera, así que la entrada a
la mansión fue sencilla. Aún así, destrozaron la cerradura para no implicar a
la ex trabajadora de la casa. Fueron directos al armario de la habitación. Ya
habían comprado los regalos de reyes antes de despedir a Marisa, así que esta
sabía perfectamente donde estaban escondidos. Cargaron los paquetes en las
mochilas y se las pusieron a la espalda. Ahora sólo tenían que caminar monte a
través hasta llegar al vado donde aparcaron, y ya estaría hecho. La venganza
perpetrada por el despido injustificado. La poca sensibilidad de los ricos
hacia la gente que trabaja para ellos, el exceso frente al esfuerzo diario en
silencio, la incapacidad de agradecimiento por la diligencia y el buen hacer,
iban a ser compensadas con un hachazo.... mañana no habrían regalo de reyes
para nadie, y así entenderían el sufrimiento de los que no tienen oportunidad
de comprar nada y sorprender a sus hijos. Maldita tradición navideña. El abismo
entre la pobreza y la felicidad crecía insalvable en estos momentos...
Sin pensarlo mucho, salieron de la casa y comenzaron la
marcha en la fría noche. En silencio, cada uno caminó con la pesada carga y sus
propios remordimientos. No eran mala gente, pero la rabia acumulada les
proporcionó el valor par a realizar la vileza. Llegaron al coche, se miraron, y
descubrieron que ambos compartían la misma vergüenza. Sacaron los regalos,
rompieron los paquetes y volvieron a poner los juguetes en las mochilas. El
camino de vuelta fue una copia de la ida, silencio y frío. Dejaron los paquetes
sobre la cama, sin intentar disimular el hurto, ahora sí había prisa.
Finalmente, algo no fue bien. No hubo rabia suficiente para destrozar la
ilusión del niño, al fin y al cabo, él no tiene la culpa.
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