martes, 19 de marzo de 2013

Goldsworthy - Hassan Ahmar

    Algo en la cena debía haberle sentado mal. Aún era de noche y si se levantaba era por no cagarse en la cama, porque la calefacción aún no se había encendido y hacía un frío que pelaba. Madre mía, pensó, entonces no son ni las cinco. Se incorporó y por no despertar a Carol se dirigió a tientas al baño. Cuando se sentó sobre la taza del water ya le sudaba el ano y tenía unos retortijones espantosos. Se abandonó y dejó que la cosa reventara. Parecía que estaba cagando las tripas, el alma, un alma ácida, corrosiva. Y encima… ¡qué frío tenía!. Permaneció ahí sentado una buena media hora, tiritando, hasta que los intestinos se calmaron. Era hora de limpiarse y volver a la cama. Aún a oscuras alargó la mano hacía el papel y le costó encontrar el soporte. Estaba vacío. ¡Joder, justo hoy! Se inclinó hacia delante con las piernas tan abiertas como le permitían los calzoncillos arremangados, para no mancharse las nalgas, y dio dos pasitos al frente con la mano alargada delante de él, buscando a tientas el interruptor de la luz. Al accionarlo, inclinado con la cabeza gacha como estaba, mirando al suelo vio una cinta de papel higiénico que aparecía por debajo de la puerta del baño. Su vista la siguió, primero sobre el suelo, luego por debajo los calzoncillos; se inclinó un poco más para mirar entre sus piernas hacia atrás; salvaba la distancia hasta el retrete y subía por su superficie blanca y redondeada; alguien había mojado el papel para que se pegara a la superficie brillante y resbaladiza. Desanduvo sus pasos y miró dentro de la taza. ¡Aj, joder! Había olvidado la deflagración fecal; había salpicón por todo, pero el papel seguía por ahí, medio enterrado, cruzando el borde de la taza y descendiendo por el interior hacia el fondo… Buscó en el armario tocador para estrenar otro rollo; no había. Mal. Otros dos pasitos adelante y abrió la puerta del baño. El papel se alejaba pasillo abajo y desaparecía por debajo de la puerta de entrada de la casa. Estiró de él y con lo que consiguió rescatar se fregó. Luego se metió en la ducha. Volvió al dormitorio y haciendo el menor ruido posible se vistió y salió a la calle. Eran las cuatro veintisiete de la mañana y no había ni un alma en la calle de aquel pueblito de mala muerte. El otro extremo del papel higiénico que antes había recuperado estaba allí, sobre las baldosas del caminito de entrada. La cinta blanca iba hasta la acera y giraba a la derecha. La siguió. Ahí estaban extendidos en una linea ininterrumpida todos los rollos que habían desaparecido del baño. A unas treinta yardas, delante de la peluquería, giraba a la izquierda y cruzaba la calle. Se detuvo ¡el papel estaba intacto, ni siquiera una pisada de coche! Esa acción era reciente, necesariamente. Empezó a ponerse tenso, presentía que el autor podía estar cerca. Pasó entre dos coches aparcados y vio como la cinta se metía por debajo de la puerta de… ¡su tienda de ultramarinos! El corazón empezó a bombear alocadamente en su pecho a la vez que le sobrevenía un nuevo ataque de retortijones. Se acercó a la entrada y con sigilo trató de entornar el pomo. ¡Giraba! Dios mío, pensó, no sé si debo seguir, esto puede ser peligroso. Sudores fríos le recorrían la espalda, combinación del miedo y la descomposición intestinal. Abrió la puerta muy lentamente y asomó la cabeza. ¡FLASH! La noche se encendió de golpe, quedó cegado por un resplandor. Del pánico se tiró hacia atrás y trastabillando resbaló y fue a estamparse contra uno de los coches aparcados. Quedó allí estirado en el suelo empotrado en los bajos del automóvil, inconsciente. Él aún no podía saberlo pero además se había cagado encima.
    Unas semanas más tarde, su hijo Andy, de trece años, lograba que le publicaran en una revista de arte la secuencia de imágenes de una instalación que él había bautizado con el nombre de 'Where it all ends' .

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