Habíamos quedado en una cafetería del
barrio de Salamanca, en la calle Ortega y Gasset, a un par de calles de su casa
y de la mía. Durante años me había preguntado qué había sido de su vida. No era
una curiosidad malsana, no había segundas intenciones. Simplemente la duda y la
inquietud apacible que se puede tener sobre alguien que se ha convertido en muy
cercano durante un período de tu vida, y de pronto no sabemos de él en mucho
tiempo. Nos habíamos cruzado por el barrio, tan sólo unos días antes. Yo lo
reconocí enseguida, él, sin embargo, dudo al verme. Es normal, pensé, no es
fácil moverte entre gente que sabe más de ti que tú de ellos. Su distancia
inicial se acortó enseguida, y él mismo me propuso el encuentro en la
cafetería.
Al entrar, lo vi al fondo del local, al
lado de la vidriera, leyendo la edición dominical del periódico, con un café
apurado sobre la mesa.
-Hola Juan-. Saludé, - ¿Cómo te va?
-Bien, poniéndome al día sobre la
realidad del país.
-Voy a pedir un café, ¿quieres que te
pida otro?
-Sí, por favor.
Me acerqué a la barra para pedir los
cafés, y en el trayecto sentí los nervios de cómo encarar la conversación. Cómo
casar mi admiración por el personaje, mi apego a su historia, lo que ese relato
vital había supuesto para mí, todo aquello que había movido, casar su ficción
con mi realidad. Cómo. Había tenido esa conversación con él cientos de veces en
mi cabeza, pero ahora, lo tenía delante y los diálogos interiores no parecían
poder sostenerse más allá de la primera pregunta o de la segunda frase. Cómo
explicarle que el libro de su historia había llegado a mí desde la balda de
saldos de una infame librería de la estación de autobuses del Norte en México
D.F.. Que las 377 páginas de la edición de Alfaguara habían caído durante un
viaje de 36 horas entre la capital y la ciudad fronteriza de Tijuana. El
contraste entre la belleza de su intensa y dura historia, frente al desierto
interminable de Sonora y las ciudades fronterizas, deshumanizadas, tomadas por
la policía y el ejército, dónde todo el mundo es objetivo para el asalto o el
timo. Cómo preguntarle por Luisa, su mujer, o por Ranz, su padre. ¿Cómo se sobrevive a un padre que siempre te
ha marcado el límite un paso más allá de la perfección? ¿Cómo pueden las
familias girar entorno a una duda permanente, sin querer jamás encararla? ¿Qué
pasa el día después de desenmascarar la verdad?
No sabía nada de él desde entonces, su
historia quedó tan grabada en mí que no hubo nunca una relectura completa, ni
una idealización del personaje o la historia, tan sólo acudir de vez en cuando
a pasajes concretos. Y, siempre, la sensación de una escritura que se
preocupaba de darle órganos y vida al esqueleto sobre el que estaba construida
la historia. Ni una concesión al consumo rápido y liviano, cada párrafo
construido en hormigón, pintado y decorado, resistente al tiempo y a las
inclemencias vitales.
Recogí los cafés y me dirigí de nuevo a
la mesa. Él me esperaba sereno, con las piernas cruzadas bajo la mesa redonda
de mármol blanco. Dejé las tazas sobre la mesa y sólo alcancé a decir: “Juan,
te he echado de menos”.
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