lunes, 18 de marzo de 2013

El pájaro: Diana C

Era mediodía. En el cristal del salón se oía un ligero y desesperado repiqueteo. Un petirrojo había quedado atrapado en la casa. Engañado por la luz y el verdor, el pájaro intentaba escapar golpeando desesperadamente con su cabeza el ventanal. No es la primera vez que esto pasa y que descubro un pájaro muerto en el salón a fuerza de engañarse con la luz, de golpearse con la falsa realidad del cristal. Algo parecido sucede a veces con los humanos: atraídos por la luz, golpean y golpean la realidad-el cristal-, se estrellan contra ella hasta huir o morir en la empresa. Afortunadamente, llegue a tiempo de cogerlo, de abrir la puerta y arrojarlo al aire, a la luz que deseaba. Voló entre las ramas a una velocidad increible. Pero ¿cuál es la mano que -sin peligro- nos puede conducir a los humanos a la plena libertad de la luz?
Me pregunté también, si es que supuestamente la Naturaleza era sabia, cómo era posible que un pájaro se autoengañase, qué clase de función operaba en sus instintos para desviarse de tal modo de las señales -olores, sonidos, temperatura – que indicaban el camino adecuado.
Pensé si, como en los humanos, funcionaba en las aves alguna clase de adicción a la búsqueda, a la lucha, a estar constantemente empecinados en el no-resultado por miedo a la luz auténtica. O si era tal vez alguna clase de biomagnetismo del desamor que, como las tormentas, disparaba las brújulas y los radares interiores de los seres vivientes haciéndolos confusos y cegándolos.
¿Y si se trataba de no querer ver la salida? La puerta estaba a solo a dos metros del petirrojo. La Libertad implicaba la brisa, los árboles y el sol, pero también volar en soledad una gran parte del tiempo. El primer salto, sin duda, debía ser dado a solas. En cambio aquella férrea esclavitud a la ilusión hacía conservar, al menos, la esperanza de una mano cálida guiando el camino aun por un breve tramo. Un Alguien que por un momento agarra y sostiene antes de dejar partir.
Así pues era una actitud repetitiva e ilusoria la pretensión de la falta de olfato, de vista y de oído. Y preguntándome por el ave recordé de súbito aquella vez en la iglesia. Frente a una Virgen blanca un pequeño grupo de desconocidos, la mayoría turistas, habíamos parado a rezar, o a descansar. Un silencio inundaba de respeto la catedral, y la luz blanca otorgaba una paz que iba más lejos de creencias, países de procedencia y otras distinciones. En esa paz reinante, de pronto, un hombre cayó fulminado. Estaba rezando de rodillas y cayó al suelo. Pensé que se había dormido, pero allí se quedó sin levantarse, parecía totalmente desorientado. Todos los que estábamos a su alrededor nos quedamos paralizados sin comprender qué le ocurría, no supimos reaccionar, al igual que él, que no se movía. Entonces un par de vigilantes de la catedral se le acercaron. Por un instante pensé que le iban a invitar a irse por borracho. Pero delicadamente le pusieron una mano en el hombro, con una voz muy suave le preguntaron si se encontraba bien y le ayudaron a sentarse. El hombre salió de su desorientación y pareció adquirir una nueva dignidad ante el apoyo de las manos que, sin juicios ni preguntas, simple y amorosamente le ayudaron a levantarse. Y ese hombre me ayudó a comprender al pájaro. Algo me hizo pensar si no nos perdemos para recordarle a esa mano que la necesitamos. El hombre que cae, el pájaro cegado, le recuerdan a la mano que un poco de su comprensión basta para volver a hacerles dignos. Y así, siendo todo este mundo un juego de espejos, todos un manto entretejido de la misma materia hecha hilos, es el extraviado y ciego el que obliga al que ve a acercarse, recordándole con este acercamiento que no ve solo para sí mismo, sino para una Totalidad mayor. Es así como el perdido le enseña al guía lecciones sobre el Amor.

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