miércoles, 23 de enero de 2013

Todo cambia - Hassan Ahmar

    Todo cambia decía la canción. Sentado en el porche de su casita Juan Hoyos no paraba de tararear la estrofa. Veía como el aire arrastraba rodando las matas resecas, dando vueltas sobre si mismas hasta perderse en la distancia. Tenía venticinco años y jamás había ido más allá de San Javier, el pueblecito de sus tios que estaba a dos días de camino. Vivía con su abuela en medio del páramo polvoriento, cuidando de trece cabras, el burro Lewis y un pequeño huerto abajo en la cañada. La única sombra en aquel lugar la proporcionaban las chapas desvencijadas que colgaban de dos palos y apoyaban sobre ola pared de barro de la vivienda, o el ala de su sombrero cuando se aventuraba más allá del tinglado. Acababa de comer y Fernanda se había echado un rato. Él esperarí a que el sol bajase para acercarse a regar al huerto y traerse dos cántaros de agua con la ayuda de Lewis. Luego iría a buscar las cabras y ordeñaría a Matilda. Todo cambia seguí resonando en su cabeza. Sí, pensó, camnbian las matas que recorren la llanura, cambia el sol de posición, y las sombras; pero claro, lo segundo es consecuencia de lo primero, igual que el viento, también conseciuencia de lo anterior.
    En verano no hacía aire, esa era la gran maldición de la Calva de Diablo, pero ahora era primavera y el viento soplaba día y noche. Cuando se encerraba en su galpón a dormir apenas lo oía; otro cambio; oir el viento, silencio. Todo cambia. Viento incesante o calor infernal, ese era el gran cambio en aquel lugar.
    Sus tios le habían dicho infinidad de veces que se mudaran con ellos al pueblo, donde él podría trabajar en la panadería con ello y la abuela estaría mejor atendida y más cómoda, pero eso era demasiado cambio se le antojaba. Primero porque allí nació y allí había vivido siempre, al igual que suspadres y su abuela, y segundo porque la abuela juraba que abandonaría este mundo en aquel mismo lugar, junto a la tumba de su hijo. Contra esos argumentos no se podía luchar y abandonarla no podía, por lo tanto la suerte estaba echada. Allí estaba sentado en su mecedora con los ojos cerrados, el silbido del viento en los oidos y con la certeza que todo cambia, pero de momento no para él.

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