Andrés estaba secando los platos. Se había subido a un taburete para
llegar a la encimera. La última vez que una loza se le rompió, su madre, al oír
el ruido, salió de la habitación. Se quedó parada en la puerta mirando el
suelo, sin decir nada. Ojalá le hubiese gritado, así él también hubiese podido
gritarle de vuelta, y luego, tal vez, se hubiesen abrazado. Pero no. Su madre
al ver los pedazos rotos lloró, y no pudo parar, sentada junto a ellos en el
suelo de la cocina. Qué pena, pensó, de todos los platos que he secado el único
que ha visto es el que se me ha caído. Pero eso ahora no importaba. No podía
romper ni un solo plato más. Trataba de concentrarse con todas sus fuerzas. Aún
así, a veces se distraía. Pensaba en la clase de gimnasia, en que quería ser
futbolista. O en María de sexto C. Esta vez una libélula se paró en la ventana
irisando sus alas al sol, y Andrés se fascinó mirándola. Entonces llamaron al
timbre. El estridente sonido de campana vieja
le sobresaltó e hizo que el plato se escurriera de sus dedos. Sus
mandíbulas se apretaron, su cuello, su respiración paró y toda la adrenalina de
su cuerpo se dirigió a sus manos que lograron, en un giro de último segundo,
cazarlo. El equilibrio perdido, un paso hacia atrás, dado en falso. Andrés cayó
de espaldas apretando el plato contra su pecho. Se hizo daño. Fue a abrir la
puerta cojeando y apareció un señor enorme que le miraba con el sol dándole por
la espalda. La sombra de su cara hacía un pico anguloso en su pecho.
-
Buenos
días, ¿está tu padre?
Andrés apretó el plato aún con más fuerza.
-
No, no
está.
-
Y ¿sabes
cuándo va a volver ?
Cuándo iba a volver su padre... intentó pensar en su cara y se dio
cuenta de que las facciones se iban difuminando en una angustiosa sensación de
olvido. Los recuerdos se iban sustituyendo por otros nuevos: las fotos, fijas,
quietas, eran ahora su padre y no el que una vez había presidido el salón con
su periódico y el humo penetrante de sus pipa. Los abrazos habían dado paso al
frío tacto de un mármol que se visitaba una vez al año, un beso que se daba a
la piedra con la punta de los dedos. Andrés no sabía cuántas veces iba a morir
su padre. Cada vez que había tenido que informar del suceso a otra de las
personas a las que su madre le pidió que llamase – ella era apenas un ovillo de
lana desbaratado- era una certeza que sumaba. Y así fue como, de tanto decirlo,
Andrés terminó por creerse que su padre había muerto.
Ahora, tres años después, llegaba este hombre reclamándole vivo. Hacía
tanto que esto no le sucedía, que nadie resucitaba a papá, que Andrés sintió
una bocanada de aire fresco en sus ahogados pulmones -una ventana abierta a la
vida.
-
Está de
viaje, pero volverá dentro de un mes. Inténtelo entonces.
Cuando el hombre regresó, esta vez abrió la madre.
-
Hola,
¿Está Ernesto?
-
No...
pero... ¿no sabe? Ernesto falleció... hace,,, tres años – era la primera vez
que su madre lo decía
-
¿Cómo?
Pero su hijo me dijo...
La madre, una vez hubo terminado de explicarse, subió corriendo cargada
de una electricidad nueva al cuarto del niño. Aporreó la puerta.
-
¡Andrés!
¡Sal aquí ahora mismo! - bramaba, era un trueno. El niño abrió la puerta
-
Qué...
-
¿Tú le
has dicho a un hombre que tu padre seguía vivo? ¿Pretendes burlarte de èl, de
mi dolor? ¿Es eso? ¿Te ríes de la gente? ¿Te parece gracioso que tu propio
padre haya muerto?
-
¡Sí, me
encanta que se haya muerto, me muero yo de la risa! ¡Tengo todo el derecho del
mundo a reírme de lo que me de la gana, hasta de la muerte si quiero!
Su madre le dio una bofetada. Después lo castigó encerrado en su
habitación. Y después fue a la cocina y fregó los cacharros, haciéndolos chocar
con gran estruendo. El niño se tocó la sorpresa de la mejilla ardiente, mirando
por la ventana el árbol del jardín. Bajo su sombra descansaban unos pedazos de
loza dejados ahí un mes atrás, cuando, una vez el hombre se hubo marchado,
Andrés corrió y estampó contra su tronco el plato que solo unos minutos antes
había rescatado. Sonrió. Mamá había resucitado.
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