miércoles, 23 de enero de 2013

Cambio - Antonio

Pago el periódico y las revistas con 20 euros, el quiosquero me devuelve el cambio. Los titulares hablan de cambio político, una de las revistas es un monográfico sobre la transformación social de España en los últimos 35 años, la otra de las mutaciones genéticas a partir de la manipulación de las cadenas de ADN, maíz y soja transgénico, células madre, regeneración de tejidos y extremidades... La realidad es pura ciencia ficción. Salgo a la derecha, en el semáforo cruzo en rojo la calle y del otro lado el sol pica. El semáforo de peatones se pone en verde y nadie cruza.
He vivido en este barrio en diferentes épocas de mi vida. Siempre me ha parecido igual. Sé que me miento. Ya no están las casas bajas que encaraban la bahía. La población ha cambiado, ahora hay más orígenes y colores, las tiendas ahora son locutorios y supermercados de productos exóticos. Siguen entremedio los comercios de siempre. Algunos han desaparecido, pero los colores de los nuevos negocios parecen ya antiguos y presentes desde mucho antes. La gente de siempre, y los que serán de siempre dentro de poco.
El semáforo sólo lleva aquí un mes, y todos seguimos cruzamos sin mirarlo. Los coches de aquí siguen parándose  como en un paso de peatones normal. Los de fuera, son los que pitan al que cruza. Enfrente doña María, la maestra, en su balcón del segundo piso, riega los geranios, envuelta en su bata de guatiné. Al girarse para regresar dentro se descuida y empuja una de las macetas. En menos de un segundo se escucha un golpe seco en la acera. Doña María ni se inmuta. Al fin y al cabo, aquí nunca pasa nada.
Fui un niño en este barrio y todo parecía grande, vivo y ruidoso. Quince calles, veinticinco manzanas, un parque, una playa, un mundo con todo lo necesario. O no. Me fui. Volví. He vivido en tres apartamentos diferentes, en tres calles. Siempre he tomado café en Casa Manolo y las cervezas en el Antonio. Una vez me robaron el coche y me dí cuenta tres días después. Lo habían vuelto ha dejar en el barrio, dos calles más abajo de dónde lo encontraron, con la ventanilla reventada, los cables bajo el volante colgando, el depósito vacío y una multa de la zona azul en el parabrisas. Lo vendí y compré otro igual, del mismo color. Es mi coche de siempre.
Sigo camino de la terraza del Casa Manolo, que desde hace unos años lleva una pareja paraguaya, que ha cambiado de mobiliario, colores y carta, y que para mí y para muchos sigue siendo el de siempre, inmutable. El café con leche sabe distinto, probablemente mejor, las tostadas ya no están nunca quemadas por el borde y la camarera primero sonríe y luego pregunta. Pido lo de siempre, de una carta llena de cosas nuevas. 
Doy un trago al café. Pienso en el golpe seco de la maceta en el suelo, la ola de tierra rompiendo en la acera, los pétalos y las hojas del geranio esparcidos. La acera gris borrada por los colores... Pienso en todas las capas que cubren mi gris. Yo mismo he cambiado, y sin embargo, no sé ser distinto.    

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