Sólo me separaban la puerta
de hierro y cristal, un par de metros y el paso de los años de aquella
habitación.
Al entrar se agolparon en mi
mente recuerdos que creí olvidados como el olor a madera de cedro de las
numerosas estanterías que guardaban los libros de mi abuelo.
A mi siempre me gustaba
entrar en aquella habitación; frondosas sombras verdes jugueteaban en el techo,
y en su silencio irrumpían el piar de los pájaros y el cercano zumbido de las
abejas. Al lado de la ventana había, sobre un caballete, un gran tablero para
dibujar, y junto a las paredes se alzaban hasta el techo filas de libros.
Pasé horas y horas entre
estas paredes consultando cientos de libros, que sin saberlo entonces,
marcarían el rumbo de mi vida.
De aquella habitación ahora
sólo queda la fragancia de las estanterías de cedro vacías, el caballete junto
a la ventana, y mis recuerdos, que en apenas una semana, serán lo único que
sobreviva a un progreso que se impone con furia. Con furia y con una gran
autopista que atravesará esta habitación como ella atravesó mi corazón.
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“Los acantilados de Mármol” de Ernst Junger
“A mi siempre me gustaba entrar en aquella
habitación; frondosas sombras verdes jugueteaban en el techo, y en su silencio
irrumpían el piar de los pájaros y el cercano zumbido de las abejas. Al lado de
la ventana había, sobre un caballete, un gran tablero para dibujar, y junto a
las paredes se alzaban hasta el techo filas de libros.”
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