Me bautizaron como
Segismundo Gómez en la pequeña iglesia de un pueblo de Cáceres, donde crecí
modestamente, jugando y ayudando en la finca que arrendaban mis padres a un
señorito de Extremadura.
El primer cambio
drástico lo viví siendo un chaval de apenas 14 años, cuando mis padres ganaron
la lotería de Navidad. Hasta entonces mi vida había sido la de un chico de
campo, retraído, que pasa más tiempo en el monte cazando pajarillos y cuidando
a las cabras, que jugando con otros chicos de la zona.
Me enviaron a
Madrid, a casa de un tío viudo, que con el dinero que le enviaban mis padres
para mis cuidados y estudios, le llegaba para enseñarme la vida nocturna de la
capital. Aprendí mucho en la escuela y mucho más con mi tío Benito. Cuando
llegó el momento, decidí estudiar derecho y no me fue nada mal.
El dinero de la
lotería se había acabado y como le había pillado el gustillo a la buena vida,
me esforcé por convertirme en un abogado de renombre y lo conseguí gracias a
los buenos contactos que hice durante las noches madrileñas. Me propusieron
trabajar para el ayuntamiento de Marbella y así entré a formar parte de la
élite más corrupta de España y Europa.
Fiestas, mujeres y
drogas acompañaban mis noches de dispendio y locura.
Menudo cambio desde
mi primera novia, la cabra Margarita, a las modelos internacionales más
despampanantes.
Tuve que ensuciarme
las manos todavía más con las sospechosas desapariciones de alguna de las
acompañantes de mi amigo y cliente Mijailovitch.
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