“Deseo la paz en el mundo y que los negritos
de África no pasen hambre”
Desde luego yo no pasaba hambre, mi madre
cuidó mucho mi alimentación, tanto, que el día de mi primera comunión parecía
una muñeca repollo enfundada en un vestido blanco con volantes y un precioso
gorrito de encaje, tipo “amish”, que acentuaba mis enormes mofletes.
Debía ser el día más importante de mi vida, el
más feliz; eso me dijeron, pero lo cierto es que después de comulgar no sentí
nada especial, todo seguía igual y eso no me dio buena espina. Pensé que,
quizás, no era el día más importante ni el más feliz, pero la protagonista era
yo, y ¡no Raquel!.
La celebración continuó en mi casa, territorio
que controlaba a la perfección y eso me otorgaba el control y el mando. Así que
mandé a paseo a Raquel para jugar yo sola con mi amiga Paola.
Gran error.
De repente, risas, palmas y olés se oían en el
salón. Era ella. Tan rubita, tan delgadita, con ese aspecto de sueca tostada y
con esa gracia andaluza, estaba deleitando a mi público, en mi casa, en mi gran
día.
No podía consentir tal osadía, debía recuperar
el control y lograr que todas las miradas se centraran en mi. Corrí a mi
habitación para quitarme los kilos de tul blanco y vestirme con ropa sexi, mis
short vaqueros desflecados, una camiseta apretada que no disimulaba lo rolliza
que estaba, como pensaba entonces, y una chaqueta que me valdría para iniciar
mi actuación.
Había ensayado cientos de veces cada una de
las canciones de mi peli favorita, ¡Grease!.
Escogí aquella donde Olivia Newton John se
transforma en una leona devorahombres:
“Ai cat chú”
Empieza la música, todos me miran con la boca
y los ojos muy abiertos. Lo conseguí. Raquel ha desaparecido.
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