miércoles, 23 de enero de 2013

El cambio - Diana


EL CAMBIO

La vida ha realizado su labor en mi mientras yo no hacía nada. Cuando la gente habla de cambio, parece que se refieren a algo que se tiene que notar espectacularmente-una suerte de performance exterior. Eso es tan absurdo como pretender que un chico judío de trece años se haya hecho realmente un hombre tras celebrar su bartmitzva. Los cambios no suelen suceder así, de un día para otro. Lo que sí ocurre de este modo es el darse cuenta de que han sucedido – cuánto esfuerzo empleado en resistirse a lo que siempre ha estado ahí.
Pues algo así fue lo que me pasó a mí el viernes. De camino al trabajo, no sé por qué, me acordé de cuando me marché de mi ciudad, ávida de una vida nueva. Solo que ahora no podía recordar qué significaba esa sensación de novedad, buena o mala. La rutina me había anegado poco a poco con el mismo regusto a insatisfacción de entonces. Tanto viaje exterior, pero esa sensación había permanecido intacta todos estos años. Un resorte saltó en mí “Silvi, necesitas un cambio*, pero esta vez, uno de verdad” y, es gracioso, recuerdo perfectamente la sensación de haber dado un respingo en el coche - esa idea se había presentado tan rotundamente ante mí como un venado en mitad de la carretera.
Como cada mañana, hice la inspección, comprobando que en el laboratorio la temperatura, iluminación y ph estuviesen a su nivel óptimo,-pobres becarios, se ponían tan tensos al verme aparecer que de haber sido cuerdas de guitarra se hubieran roto. Pero había uno que no. Siempre andaba canturreando con los cascos puestos y la bata desabrochada. Decía “vamos, las plantas soportan oscilaciones de temperatura, humedad y radiación a la intemperie a cambio de aire fresco, ¿para qué necesitamos mantenerlas bajo constantes invariables?” “Si tanto le disgusta el proyecto, ¿para qué está usted aquí, señor Requena?” “Para que usted no se aburra”. Su actitud me exasperaba. Pero debo reconocer que tenía razón, las escasas veces que faltó me aburría como una ostra. Un día, sin embargo, cuando pasé por su lado y supervisé su zona, dijo en un tono pesado “en serio, profesora, ¿para qué hacemos esto?” No le supe contestar. Y no volvió. Me dije que era extraño cómo personas aparentemente tan dispares como él y yo pudiésemos tener un fondo tan similar  -me reconocí de inmediato en esa capacidad de dejarlo todo por una causa invisible.
Entonces, este viernes aburrido, sucedió. Pasé al lado de otro lamido becario que sustituía a Requena. Ansiosa de reto intelectual, le dije “¿Alguna pregunta?” Y él respondió “Sí, ¿puedo ir al baño?” “¡Santo cielo, González! Si a su edad todavía no lo sabe...” Entonces, en un flash, la pregunta de mi ex alumno reverberando en mi mente “¿Para qué hacemos esto?” Y le di siete respuestas: para hacer cremas de cara, para sobrevivir, para creernos importantes, para no perder la subvención de la casa farmacéutica, para tapar experimentos con transgénicos, para no tener que enfrentarme al vacío de no ser nada sin esta profesión, para olvidar que quisiera hacer otra cosa, Me fui al baño ante una sinceridad tan cruda, tan poco digerible. Eso le diría a mi alumno, que era mi yo de quince años atrás, y no pude ni mirarme al espejo. Al salir la jefa del departamento me dijo que me encontraba pálida. No es nada, respondí. El día transcurrió entre los hipnóticos sonidos de los humidificadores programados a intervalos rítmicos, como un vals de servidumbre. Y a última hora sucedió. Y aquí viene uno de los secretos para todo cambio verdadero: hay que estar muy atento cuando una oportunidad se nos presenta. Sucedió de un modo conjugado que el último de los becarios salía por la puerta, que mi jefa se había ido antes para asistir a una convención en Bélgica, y que las señoras de la limpieza se habían retrasado por una pequeña inundación en los vestuarios. Me quedé sola, con un brevísimo lapso de tiempo abierto ante mí en secreto, al lado del dispositivo de control ambiental. Ahora o nunca, me dije, y con sigilo de gato cambié un par de parámetros, cerré la tapa y salí. Me cosquilleaba el estómago, me hervía la sangre de transgresión, pero también de honestidad para conmigo.
El lunes esas plantas no van a servir ni para ensalada. Y yo creo que no voy a volver. De momento me he venido todo el fin de semana a lo alto de Monte García, a respirar lo que respiran las plantas auténticas. He terminado con todas aquellas que eran de mentira. Prefiero dejarlas marchitarse a ellas antes que a un espíritu como el de Requena. Como el mío.

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