EL CAMBIO
La vida ha realizado su labor en mi mientras yo no hacía nada. Cuando la
gente habla de cambio, parece que se refieren a algo que se tiene que notar
espectacularmente-una suerte de performance exterior. Eso es tan absurdo como
pretender que un chico judío de trece años se haya hecho realmente un hombre
tras celebrar su bartmitzva. Los cambios no suelen suceder así, de un día para
otro. Lo que sí ocurre de este modo es el darse cuenta de que han sucedido –
cuánto esfuerzo empleado en resistirse a lo que siempre ha estado ahí.
Pues algo así fue lo que me pasó a mí el viernes. De camino al trabajo,
no sé por qué, me acordé de cuando me marché de mi ciudad, ávida de una vida
nueva. Solo que ahora no podía recordar qué significaba esa sensación de novedad,
buena o mala. La rutina me había anegado poco a poco con el mismo regusto a
insatisfacción de entonces. Tanto viaje exterior, pero esa sensación había
permanecido intacta todos estos años. Un resorte saltó en mí “Silvi, necesitas
un cambio*, pero esta vez, uno de verdad” y, es gracioso, recuerdo
perfectamente la sensación de haber dado un respingo en el coche - esa idea se
había presentado tan rotundamente ante mí como un venado en mitad de la
carretera.
Como cada mañana, hice la inspección, comprobando que en el laboratorio
la temperatura, iluminación y ph estuviesen a su nivel óptimo,-pobres becarios,
se ponían tan tensos al verme aparecer que de haber sido cuerdas de guitarra se
hubieran roto. Pero había uno que no. Siempre andaba canturreando con los
cascos puestos y la bata desabrochada. Decía “vamos, las plantas soportan
oscilaciones de temperatura, humedad y radiación a la intemperie a cambio de
aire fresco, ¿para qué necesitamos mantenerlas bajo constantes invariables?”
“Si tanto le disgusta el proyecto, ¿para qué está usted aquí, señor Requena?”
“Para que usted no se aburra”. Su actitud me exasperaba. Pero debo reconocer
que tenía razón, las escasas veces que faltó me aburría como una ostra. Un día,
sin embargo, cuando pasé por su lado y supervisé su zona, dijo en un tono
pesado “en serio, profesora, ¿para qué hacemos esto?” No le supe contestar. Y
no volvió. Me dije que era extraño cómo personas aparentemente tan dispares
como él y yo pudiésemos tener un fondo tan similar -me reconocí de inmediato en esa capacidad de
dejarlo todo por una causa invisible.
Entonces, este viernes aburrido, sucedió. Pasé al lado de otro lamido
becario que sustituía a Requena. Ansiosa de reto intelectual, le dije “¿Alguna
pregunta?” Y él respondió “Sí, ¿puedo ir al baño?” “¡Santo cielo, González! Si
a su edad todavía no lo sabe...” Entonces, en un flash, la pregunta de mi ex
alumno reverberando en mi mente “¿Para qué hacemos esto?” Y le di siete
respuestas: para hacer cremas de cara, para sobrevivir, para creernos importantes,
para no perder la subvención de la casa farmacéutica, para tapar experimentos
con transgénicos, para no tener que enfrentarme al vacío de no ser nada sin
esta profesión, para olvidar que quisiera hacer otra cosa, Me fui al baño ante
una sinceridad tan cruda, tan poco digerible. Eso le diría a mi alumno, que era
mi yo de quince años atrás, y no pude ni mirarme al espejo. Al salir la jefa
del departamento me dijo que me encontraba pálida. No es nada, respondí. El día
transcurrió entre los hipnóticos sonidos de los humidificadores programados a
intervalos rítmicos, como un vals de servidumbre. Y a última hora sucedió. Y
aquí viene uno de los secretos para todo cambio verdadero: hay que estar muy
atento cuando una oportunidad se nos presenta. Sucedió de un modo conjugado que
el último de los becarios salía por la puerta, que mi jefa se había ido antes
para asistir a una convención en Bélgica, y que las señoras de la limpieza se
habían retrasado por una pequeña inundación en los vestuarios. Me quedé sola,
con un brevísimo lapso de tiempo abierto ante mí en secreto, al lado del
dispositivo de control ambiental. Ahora o nunca, me dije, y con sigilo de gato
cambié un par de parámetros, cerré la tapa y salí. Me cosquilleaba el estómago,
me hervía la sangre de transgresión, pero también de honestidad para conmigo.
El lunes esas plantas no van a servir ni para ensalada. Y yo creo que no
voy a volver. De momento me he venido todo el fin de semana a lo alto de Monte
García, a respirar lo que respiran las plantas auténticas. He terminado con
todas aquellas que eran de mentira. Prefiero dejarlas marchitarse a ellas antes
que a un espíritu como el de Requena. Como el mío.
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