Pregunté por él en la vieja pensión y subí al
tercer piso sin ascensor. Me abrió la puerta y me pidió que pasara mientras
terminaba su maleta.
Lo observaba en silencio, y en silencio él
recogía y ordenaba su ropa.
Sólo tenía que dejarlo en el aeropuerto y
volver a olvidarlo.
Cuánto daño me hizo su ausencia en la
infancia, pero más daño sentí al no tenerlo durante la adolescencia. Silencios
interrumpidos por inesperadas cartas de tono melancólico, quizá una cada tres
años; y tan sólo, un par de visitas.
Recuerdo la primera… Yo tenía doce años…
“Mi pose sugería indiferencia pero todo mi ser
vibraba de ilusión. Me llevó de compras y aunque me gustó más el regalo que
recibió mi hermana – una radio-cassete stereo, de doble pletina – le agradecí
gustosamente aquellas zapatillas Nike que tanto deseaba.
Me ganó prometiendo planes que resolveríamos
juntos en breve, y se fue para no volver.”
Ahora, a mis cuarenta años, lo tengo a pocos
metros y lo observo. Mi pose sugiere indiferencia y todo mi ser también.
No se qué puede sentir él, tampoco me importa,
lo que sí sé es que no es capaz de mirarme a los ojos, ni acercarse para darme
un abrazo. No conoce a mis hijos, no sabe nada de mi vida pero dice estar
orgulloso de tener un hijo policía, y no ve que sólo está orgulloso de una
profesión.
En el aeropuerto me pidió que no aparcara. Se
bajó rápidamente sin darme tiempo a bajarme, y se despidió desde la puerta,
agradeciéndome el favor, un cuídate y besos a los niños. Lo ví alejarse
lentamente, con paso torpe y encorvado por la edad, rumbo a ninguna parte. No
se si regresará con su segunda familia que también abandonó, o si tiene nuevos
planes que nunca resolverá con nadie.
Al llegar a casa, escucho cómo juegan en el
salón mi hermana con mi hijo. Me acerco sigilosamente para no ser descubierto.
Y veo una escena que me transporta al pasado.
“Tengo una larga fila de coches que recorren
toda la alfombra del salón. Sé que cuando coloque el último, mi hermana, que ya
asoma una perversa sonrisa, destrozará sin piedad toda la ordenada y larga fila
de coches de todas las marcas, que papá me compra
al volver de cada viaje”
Un grito de rabia y risas descontroladas me hicieron
regresar al salón de mi casa. Sin dudarlo corrí al encuentro de mi hijo para
darle un gran abrazo, ese abrazo que mi padre nunca supo dar, aunque lo deseara
con todas sus fuerzas. Mi hermana me observaba en silencio, sonriendo, cómplice
del porqué de mi incontrolable impulso amoroso.
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