Siempre había soñado que volaba, pero ahora que le
habían salido las alas no sabía qué hacer con ellas. Iván se miraba las plumas
relucientes, cada mañana las cepillaba, las extendía y se asombraba de su
envergadura y su belleza. Pero, ¿cómo aprender a usarlas sin que alguien lo
viera en la ventana y lo creyera un suicida? En el metro se veía obligado a
replegarlas bajo la ropa, protegiéndolas de la masa voraz. En casa se relajaba
y las extendía, pero al moverse siempre tiraba el mando del televisor o, como
aquella vez, el jarrón de la difunta tía Tomasa. Cuando una chica le gustaba
sus alas resplandecían y aleteaban a pesar del propio Iván. Al fondo del
autobús, tras una hilera de plumas quebradas, se preguntó si alguna vez
encontraría, junto a las plazas reservadas a minusválidos, ancianos y
embarazadas, un lugar para los seres alados.
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