(Romanie)
Habían sido
dos meses expuestos al intenso y constante movimiento de una gran ciudad
asiática.
Al salir de
la cápsula del avión y entrar en contacto con otro aire, ella fue despertada
por un silencio. Un doble silencio, tanto de sonido como de olfato.
Pasaron unas
horas de espera en el aeropuerto y otras en el siguiente vuelo. Al bajar de
avión, mientras sus “recientemente-despertados sentidos” se regocijaban en ese
nuevo espacio, de pronto se quedaron a la sombra de otro despertar: la vista.
La nitidez
con la que veía un paisaje urbano cualquiera le fascinó tanto que se lo explicó
varias veces esa misma tarde a diversos familiares. Sabía que era una de esas
experiencias que solo se podrán vivir. Se dio cuenta de que realmente se lo
estaba explicando a ella misma.
A estos tres
despertares se le sumó un cuarto. El sabor de las olivas verdes partidas y ese
primer sorbo de vino tinto.
La intensa
vivencia de esa experiencia fue desintensificándose a medida que pasaba el
tiempo y esa gratitud espontánea se veía sustituida por una acartonada,
provocada por el recuerdo, pero ella tenía la certeza de que esto había quedado
marcado en su fibra y algo había cambiado.
(Guille)
Esta mañana en el taller es distinta a otras. Me inquieta esta
maravillosa luz, se presenta dulcemente desconocida. Un remolino de sensaciones
sacuden todos mis sentidos. Nuevos estímulos detienen mi pincel. La tierra
huele como no había olido nunca. La brisa trae el mar hasta mi ventana. Puedo
escuchar el murmullo de las acículas de los pinos, el canto de los pájaros
palpitando en mi interior, tan lejano y tan cerca, del imbécil estruendo de
impertinentes bocinas. Busco un ocre o un azul habitual, pero se mezclan
confusos sobre la madera. El color quiere ser otro por momentos. Mi mano dibuja
un trazo, decide una pincelada, luego se pregunta entre silencios.
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