domingo, 22 de junio de 2014

La Riera - Antonio


 La directora me esperaba en la habitación de mi madre. Desde la última vez que había estado aquí, había olvidado ese olor rancio y penetrante de las residencias, una atmósfera melancólica de baja presión que te obliga a bajar los hombros para poder respirar.
                  Las paredes de la habitación estaban vacías, pintadas a propósito en un color crema indefinido, que sin embargo no podía ocultar el amarillento paso del tiempo. Una cama individual, una mesa con cajón y una silla era todo el mobiliario.
                  -¿Dónde están los dibujos de su clase de pintura?
                  -Los tuvimos que quitar. Se comenzó a comer la masilla adhesiva con la que los pegaba a la pared. Esto ha sucedido hace un mes. Afortunadamente una enfermera se dio cuenta a tiempo. Ahora todos sus dibujos están en ese cajón. Esa era una de las cosas que le quería mostrar.
                  La directora sacó un hatillo de unas cincuenta hojas pintadas, lo desató y repartió unos doce dibujos sobre la cama. Me miró y alcanzó a decirme, ¿Sabe lo que significa?
                  Los folios estaban llenos de cielos estrellados, prácticamente idénticos, una y otra vez el mismo cielo con las mismas luces, realizados con diferentes materiales, oleo, rotulador, bolígrafo,  pero lo mismo una y otra vez. Tan sólo había uno diferente, quizá el más trabajado de todos ellos, uno en el que se podía ver una cabaña de madera sobre un árbol.
                  La vida de mi madre era una de esas vidas marcadas con el sufrimiento y caminos empinados continuos. No sabes bien porqué, hay vidas así, que siempre parecen tener que escalar muros que sólo llevan a otros muros. Según ella misma, yo era la única estrella fugaz del itinerario. Así al menos era como me llamaba, mi estrella fugaz. Y quizá, sin saberlo, ella misma le había puesto un cimiento básico a mi vida. Para ella yo era una luz breve, pero necesaria. Para mí yo era una luz que no dejaba de tener apagones.
                  La directora, parecía extrañamente perdida frente a los dibujos. Yo no le ayude a salir de sus dudas.
                  -¿Cómo puedo saberlo? No sé, ustedes son una institución psiquiátrica, tendrán profesionales, harán algún tipo de trabajo con los internos, no sé, hace ya más de un año que mi madre está aquí. Habrá algo que pueda hacer usted para averiguar qué significan. No sé, ya le digo, yo sé que pago cada mes la cuota de su residencia. Le haré otra pregunta ¿Estoy tirando el dinero?
                  Vi su “desorientación” en la mirada, mientras yo repasaba el capítulo vital en el que mi madre con cinco años sobrevivió a las inundaciones en el pueblo del Levante en el que vivía con sus padres, refugiada en la cabaña de madera del árbol. Fue la única superviviente cuando fue rescatada tres días después. Tres días en los que vivió la única calma y paz que quedó atrapada en su pecho.
                  -Lamento que vea así la situación, caballero, nosotros sólo intentamos ayudar a su madre. Está muy perdida, ya se lo dije por teléfono, necesitamos tener más información para ayudarle a encontrar un punto de apoyo.
                  Sonreí ante su último comentario
-¿Sabe? Todos tenemos alguna cabaña perdida, en alguna parte. Mi madre ha sabido encontrar la suya y aferrarse a ella.

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