Me
había desvelado como a las cuatro de la mañana.
Un par de cigarrillos en la terraza, bajo el relente de
abril, me habían acabado de espabilar. El barrio vivía aún en la placidez. Parecía
extraño que las calles estuviesen iluminadas, adoptando la fisonomía de un
plató de rodaje preparado y a punto de ser utilizado. En un par de horas
comenzaría el movimiento, abrirían los primeros bares, saldrían los primeros
trabajadores, comenzaría el tráfico. Para cuando el mundo se pusiese en marcha,
yo llevaría horas dándole cuerda al reloj del día.
A las cinco, después del primer café, decidí cocinar. La
cabeza no paraba de darle vueltas a todas las situaciones que en los últimos
meses se habían acumulado. Lejos de conseguir solucionar ninguna, había
adoptado la postura del avestruz que esconde la cabeza. La madeja se iba
enredando por momentos, y en poco tiempo ya ni se sabría, ni importaría
encontrar el inicio del hilo.
Había sacado las patatas, la cebolla, los tomates y los
pimientos. Todos dispuestos sobre la encimera al lado de los fuegos. Cocinar me
relaja, me permite despejar las ideas, es un modo de terapia. He conseguido que
trabajar en las cocinas de bares y restaurantes no me haya hecho perder el
gusto por la cocina casera, por esta burbuja en la que me protejo.
Pongo las patatas sin pelar cubiertas por agua en una
olla, y al fuego. Corto la cebolla y los pimientos verdes para sofreírlos en la
sartén con un chorrito de aceite a fuego medio. Crecí entre los olores de las
cocinas de las casas y el bar de la familia. Las mujeres se encargaban de lo
cotidiano y doméstico. Los hombres de la cocina del bar y de algunas comidas de
familia para las grandes ocasiones. Todo lo que aprendí, entró primero por la
nariz. Y en un día como hoy me gusta volver a la protección de esos recuerdos
de niñez.
El agua hierve, y así estará una media hora. El sofrito ya
conquista la cocina. He de añadirle los tomates pelados y en dados, una pizca
de sal, y dejarlo a ese fuego medio removiendo de vez en cuando. Mi abuelo me
decía, nieto, ¿te imaginas un mundo sin aceite de oliva y sin cebolla?, yo me
reía y le contestaba que no, porque ya sabía la respuesta, pues claro que no,
respondía, un mundo así sería una pena, vaya voy a tomarme una cerveza a ver si
se me pasa, y se reía como un niño que hubiese utilizado una maldad para llegar
adonde quería.
Aparto las papas del fuego, las remojo en agua fría y las
pelo. Lo siguiente es cortarlas en dados y añadirlas al sofrito. La machucamos
con la mezcla, hasta llegar a la textura de un puré, y dejamos en el fuego aún
un cuarto de hora más. Con trece años suspendí todas las asignaturas del primer
trimestre de primero de BUP. Mi tío Rafa después de enterarse, me metió en la
cocina del bar y me dio una sartén. Me dijo, niño puede que no aprendas nada en
la escuela, pero tienes que saber cocinar. A su manera era la forma de decir
que la cocina me podía dar un futuro. Y así ha sido. A duras penas conseguí
acabar el bachillerato, pero la cocina se metió en mí como un bendito virus.
Aparto la sartén del fuego y dejo reposar dentro el puré.
Saco un par de lonchas gordas de panceta, que corto en tiras y pongo a la
plancha en una sartén. Las doro bien y las añado a la mezcla del puré. Le doy
un último punto de sal y remuevo. La luz del día entra ya por la vidriera de la
terraza. Sé que se acaba la burbuja, el reposo imaginario en el que me he
escondido. Sé que el fuego que ha hecho toda esta comida, también puede quemar.
Hoy no lo podré arreglar todo de golpe, puede que llegue a
estropear alguna cosa más incluso, pero descuelgo el teléfono y marco el número
de la residencia. Hablo con varias personas hasta poder contactar con la
enfermera jefe. Me identifico y le pido permiso para sacar a mi madre hoy a
mediodía y comer con ella. Me cuenta toda una historia sobre su equilibrio
psíquico, sobre la necesidad de que mis visitas sean más continuadas, que no
puedo estar dos meses sin pasar a verla.
Sí, si, si, digo, encajo un golpe tras otro, pero sigo de pie.
Finalmente consigo que me deje hablar con mi madre. Le
pido que se venga a comer a casa conmigo un rato. Ella sólo acierta a
responder, niño ¿me harás bollo papas?, y entonces miro la comida y la sartén,
digo que sí, y caigo de rodillas en la lona.
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