domingo, 22 de junio de 2014

Abuelo - Silvia


    Piensa que el sol nos vuelve a confirmar todos los días y lo menor no es más pequeño que lo grande: sólo requiere tu atención. Es preciso atender al milagro diario.

    Recuerdo a mi abuelo pronunciando estas palabras mientras mojaba un trozo de croissant en el chocolate humeante y se lo llevaba a la boca, los domingos, cuando desayunábamos juntos. Yo le escuchaba embelesada, sin entender el sentido completo de sus palabras. Pero mencionaba el sol, el milagro, y que era preciso estar atentos... Me imaginaba a los ángeles desayunando un chocolate caliente bajo rayos celestiales. Una sonrisa acompañaba sus palabras y eso era suficiente para saber que algo bueno estaba ocurriendo.
    Después del “milagroso” desayuno íbamos a pasear. Me llevaba a la playa de la Barceloneta o al parque de la Ciudadela. Él caminaba plácidamente contemplando el entorno mientras yo revoloteaba a su alrededor, yendo y viniendo en apresuradas carreras infantiles. A veces yo tropezaba con algún tesoro, una pequeña concha vacía, un vidrio limado por el mar, un piedra interesante y corría a mostrárselo. Él me sonreía, valorando mi descubrimiento y me decía algo como: Esto es maravilloso. Recuérdalo cuando crezcas.
    Mi abuelo era carpintero. Me encantaba verlo trabajar, en la antesala de su dormitorio, donde hacía mesas, camas, taburetes, tomándose su tiempo. Jamás le vi nervioso ni apresurado. Sus muebles no eran bonitos, pero funcionaban perfectamente. Lo que más me fascinaba era su armario de herramientas, donde cada una tenía su lugar concreto, con el contorno dibujado sobre la madera. Podía pasar horas examinando el conjunto de herramientas y soñando con ese orden especial, donde todo tenía su sitio, donde todo cabía.
    Mi abuelo no me explicaba cuentos, no inventaba historias, pero siempre me consolaba frente a la adversidad. Cuando yo me caía al suelo, rascándome la rodilla, acudía a él, quizás esperando que hiciera retroceder el tiempo para evitar la catástrofe. En su mirada podía valorar la gravedad de lo ocurrido. Si, tras inspeccionar la herida, me miraba sereno y la sonrisa regresaba a sus labios, yo estaba salvada. Todo estaba bien, a su lado estaba segura y protegida.

    Mi abuelo se fue un noviembre. Ya no quiso vivir un nuevo invierno. Nos dejó mientras dormía en la que había sido mi cama en casa de mis padres. Calentito, bajo las mantas, su corazón dejó de latir y su rostro quedó en paz, abandonado a un sueño dulce, tranquilo. Mi madre me llamó entre lágrimas y yo tomé un vuelo a Barcelona para despedirme de él. Las lágrimas que lloré fueron de gratitud, me acompañaba la sensación, de nuevo, de que todo estaba bien. En el bolsillo de su americana dejé una foto de nosostros dos en un día soleado, bien dispuestos a atender al milagro, para que un trozito de mi descansara con él.
    Pienso a menudo en mi abuelo, le recuerdo con mucho cariño. A veces viene a visitarme en sueños y paseamos, cogidos del brazo, por las Ramblas. El sol vuelve a confirmarnos, filtrando sus rayos entre las hojas de los árboles. No hablamos, solo caminamos, con una sonrisa en la cara, atentos al milagro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario