domingo, 22 de junio de 2014

Domingo - Antonio

Es domingo.
Mi tío Rafael ha venido después de comer para ver conmigo la final de Roland Garros. Es algo que hemos hecho juntos pocas veces, pero ambos las recordamos con mucho cariño.
Ivan Lendl contra McEnroe en el 84, una final épica, en cinco sets, los dos primeros ganados por el estadounidense, los tres siguientes por el tenista de la antigua Checoslovaquia. Estábamos en la casa de la playa, con los abuelos. Mi tío había tenido que cerrar el bar por obras, mi madre estaba en el hospital sedada por una grave crisis de ansiedad, mi padre había desaparecido hacía una semana con la paga del mes, y sólo sabíamos que se había despedido del trabajo. Recuerdo su frase al verme: “Sobrino, tranquilo, el mundo es tan grande que la gente siempre vuelve al punto de origen”. Mi padre apareció tres días después, y mi madre y él hicieron cómo si nunca se hubiese ido.
En el 96 nos tragamos una final inédita, entre un ruso, Kafelnikov, creo, y un alemán, Stich. Tres sets, dos con muerte súbita. Aburrida e injusta. Yo me había marchado de casa de mis padres, había logrado alquilar un estudio en un bajo, con una única ventana y un pequeño patio al que los vecinos de los pisos superiores lanzaban todo tipo de objetos, colillas, paquetes de tabaco vacíos, pinzas, algún condón usado. Lo que hacía salir a él, un deporte de alto riesgo. Mi tío y mi primo vinieron a ver la final conmigo. Los tres sentados en la cama, que hacía las veces de sofá, mirando una tele desproporcionadamente grande en comparación a la vivienda. Mi tío se quedó dormido a la media hora y roncó hasta que entregaron la ensaladera.
Hoy juega Nadal la final, y hay pocas dudas de que la vaya a ganar una vez más. Hemos pasado del café al coñac, y con él pensamos seguir las próximas dos horas. Hace tiempo que no le veo borracho. Creo que la influencia de mi padre en el exceso, le ha hecho medir más la influencia de los malos hábitos. Rafael siempre tiende a ser agradable, próximo. Me ha dado los abrazos más fuertes que recuerdo desde mi niñez. Soy su sobrino y siempre me ha tratado tan bien como a su propio hijo. Ayer me llamó para venir a ver el partido. Mi tía se había ido unos días al pueblo, y no le apetecía ir al bar a  ver la final.
Al tercer set del partido mi tío ya ha dado cuenta de casi media botella. Empiezo a sentir que hay algo en su visita hoy, que aún no sé.
-Sobrino. ¿Tú te acuerdas de tu padre?
-Hombre tío. Más de lo que quisiera.
-Ya sabes lo cabrón que era, ¿verdad?
Me callo, no contesto, esperando que Rafael acabe lo que quiere contar.
-¿Sabes que se tiró a la primera novia que tuve yo? En aquellos tiempos. Imagínate, las mujeres tenían que llegar vírgenes al altar. Y el muy cabrón se tiró a aquella cría de dieciocho años sólo por competir conmigo.
-Ostia tío. No sabía.
-Me los encontré un domingo por la tarde, en casa de los abuelos. No te imaginas la cara de gilipollas que se me quedó. Nada de lo que hizo tu padre después me dolió más. Fíjate, que tontería.
Se para, mira a la tele, sin mirar, mientras me habla.
-Sobrino, lo que quiero decir es que esas cosas duelen. Mucho. No al que las hace, pero sí al que las sufre. Que a veces hacemos cosas sin medir las consecuencias.
Le observo los ojos vidriosos y un pequeño nudo en el estómago, temo dónde quiere llegar.
-Sobrino, lo que quiero… Lo que quiero decir es, ¿desde cuándo te estás acostando con la mujer de tu primo?

No hay comentarios:

Publicar un comentario