domingo, 22 de junio de 2014

Comida húngara - Silvia

Me llamo Silvia. Tengo 17 años y estoy a punto de vivir la experiencia gastronómica más extraña de mi vida. Llevo dos horas sentada en el asiento de atrás de lo que me parece un coche de lujo, con aire acondicionado, recorriendo carreteras húngaras de pavimento irregular. En el asiento del copiloto se encuentra Judith, una chica de 20 añas que conocí el verano pasado durante mi estancia en Londres. Convenimos, entonces, que el año siguiente podíamos hacer un intercambio, viniendo ella a mi casa durante dos semanas y pasando yo quince días en la suya. Llevamos todo el mes de agosto juntas y estamos hasta el moño la una de la otra, pero somos educadas y no decimos nada.
    Conduce su padre, un señor gordo con gafas, y nos dirigimos a casa de su abuela paterna, donde nos han invitado a una comida familiar. Me parece curioso que su madre no nos acompañe, pero no pregunto. Me han dicho que me prepare para comer, que las comidas familiares son copiosas y se componen, al menos, de siete platos, y que es de mala educación dejar de comer alguno de ellos. Estoy sudando, solo de imaginar lo mal que lo voy a pasar.
    Llegamos a una casa aislada con un florido jardín alrededor, a las afueras de un pueblo. De gruesos muros y cubierta a cuatro aguas de paja o brezo, la casa llama mi atención. Solo tiene tres estancias. Desde un pequeño recibidor ubicado en el centro de la casa, se accede, a mano derecha, a la cocina (según me dicen, pues yo no entro) y, a mano izquierda, al resto de la casa. El resto de la casa se refiere a una estancia que cumple las funciones de estar, comedor y dormitorios, donde estaban, comían y dormían padres e hijos, todos juntos. Pero no es una sala enorme, no mide más de 3x4 metros y acoge 4 camas individuales pegadas a las paredes y una mesa en el centro. No hay sitio para pasar, las camas hacen las veces de sillas y allí está la abuela sentada junto a los hombres de la familia, tres, más el padre de Judith, cuatro. Hoy, Judith y yo somos invitadas y comeremos con ellos, pero lo habitual es que las mujeres se queden en la cocina y solo acudan a servir la comida y retirar los platos. Estoy horrorizada.
    Allí sentada al borde de una cama con colchón de lana, tengo la sentación de estar violando la intimidad de aquella señora, pero a nadie parece molestarle. Empiezan a traer la comida y yo le pido a Judith, la única con la que puedo comunicarme que, por favor, me pongan poca cantidad de cada plato. De lo contrario corre el riesgo de que su invitada la haga quedar fatal. Primero, caldo, después, la pasta de la sopa sin caldo. Bueno. Le sigue una especie de raviolis rellenos de mermelada con una salsa dulce. ¿Una especie de postre de primeros?. Aquí yo ya estoy llena y flipo al ver al padre de Judith repetir plato rebosante. Después vino el Goulash, un estofado de carnes y verduras. A cada plato me dicen si me ha gustado (sonrisa y gesto de afirmación) y si quiero repetir (sonrisa y gesto de negación). Verduras cocidas para hacer bajar la comida, y yo ya estoy mareada. Siguiente plato, otro estofado de vete a saber qué, ya no me interesa y dos platos de postres.
    Llega un momento en que mi mente se desconecta. En esta habitación absolutamente repleta de cosas y personas y sin poder salir, siento claustrofobia. No entiendo ni papa de la conversación, me he emborrachado con un par de copas de ese vino dulce que tanto les gusta y no puedo tragar ni un bocado más. Creo que voy a morir.
    He desaparecido.
    Vuelvo a estar en el asiento de atrás del coche. No recuerdo nada desde los postres. No sé cómo he salido de allí, pero sé que no me he desmayado. La cabeza y el estómago me dan vueltas y sólo quiero volver a mi casa. ¿Qué coño estoy haciendo en Hungría?
    Os aseguro que, a los 17 años, no me interesaba lo más mínimo ni la comida, ni las gentes del mundo. Tenía suficiente trabajo con aprender a vivir conmigo misma y un entorno extraño me hacía sentir vulnerable y desprotegida. De manera que lo que hubiera podido ser una agradable.
 experiencia antropológica lo viví como una auténtica pesadilla.

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