sábado, 21 de junio de 2014

La casa de la playa - Antonio/Pau

(Antonio)
Una mañana de noviembre del año pasado, mi tío Rafael decidió que después de algo más de una semana sin ver a mi padre aparecer por el barrio, era momento de ir a buscarlo a casa. Tenía miedo de lo que pudiese encontrar en la desvencijada casa de la playa, dónde su hermano Sebas se había refugiado los últimos quince años, sobreviviendo al estado casi ruinoso de la casa que dejaron los abuelos y a su propio alcoholismo.
    Rafael llevaba tres días buscando las fuerzas que le faltaban y descartando todas las excusas que ponía para retrasar la visita a la casa. Esperaba en ese tiempo que o bien Sebas apareciese en algún momento, o que la Guardia Civil viniese a comunicarle que lo habían encontrado tirado en cualquier rincón y que estaba en el hospital o en el tanatorio. Un día la lluvia, otro las compras para el bar, el siguiente marear el tiempo para no tener que actuar. Así había pasado los últimos días. Ya no lo podía dejar ni un día más.
    La casa estaba a poco más de dos kilómetros del barrio, en un descampado cerca de la playa, rodeada de hoteles y locales de temporada, todos cerrados a estas alturas del año. Los pocos vecinos cercanos hacía tiempo que habían dejado de tener relación con Sebas, y éste nunca abría las persianas y las ventanas de la casa, así que era difícil hacer la diferencia entre cuando estaba en la casa y cuando no.
    Rafael notó cómo le temblaban las piernas todo el trayecto. No era la primera vez que tenía que ir a buscar a su hermano. En los últimos quince años la cuesta descendente de Sebas parecía no marcar un límite claro, dejando el pozo en el que vivía llegar hasta el mismísimo infierno del centro de la tierra. No quedaba ni rastro de aquel hermano con el que había crecido en esa misma casa de la playa, su cómplice y compañero de juegos, aquel con quien compartió las primeras experiencias de la vida adulta, el chico sin malicia, de carácter débil.
    Pasó la verja del jardín, mientras buscaba en los bolsillos las llaves de la puerta de entrada. Rafael primero gritó y golpeó las ventanas varias veces desde fuera para que su hermano le abriese.  Tembloroso abrió la puerta, y la primera bocanada de aire que salió de dentro de la casa contaba una historia de clausura, pena, alcohol, gas y muerte. Rafael tuvo que sentarse en un pollete frente a la puerta, dejando que el hedor saliese algo más de la casa, mientras no podía parar de llorar con las manos en la cara.
Sabía que esto tenía que llegar, que pasaría un día, se culpaba incluso por pensar que era lo mejor para todos. Había imaginado esta situación decenas de veces. Sin embargo, en ese momento, cuando la realidad le abofeteaba, se sentía desarmado y derrotado. Lo lógico era llamar a la policía y dejar que ellos hiciesen su trabajo. Pero antes, Rafael junto fuerzas, era su familia, era sangre de su sangre, tenía que entrar y despedirse.
Estuvo dentro el tiempo justo de llegar hasta la habitación en la que yacía Sebas, la misma que había compartido de niños. Tapándose la cara con un pañuelo de tela para poder respirar, tan sólo apartó la estufa catalítica frente a la cómoda,  vacío el cajón principal en una caja de viejos cómics de  “El Capitán Trueno” que había bajo la cama, y salió de allí.
Fuera tuvo la tentación de prender fuego a la casa, y tan sólo el miedo a volver a entrar le impidió hacerlo. Salió a la calle, y tras de sí dejó la última huella de su historia, y tuvo la sensación de haberse quedado solo y viejo.

(Pau)

Me siento como un náufrago largo tiempo perdido, largo tiempo olvidado. Hace

dossemanas que no salgo de la casa y ya está a punto de acabarse la última botella de ginebra; los últimos alimentos hace tres días que me los comí.
     La decisión que tomé de no ver a nadie más  la he mantenido hasta el final.
     Hoy el viento llega con fuerza desde el mar, se filtra por las ventanas mal cerradas y las puertas desencajadas, aulla y gime como mi corazón. La pequeña casa familiar en la que fuí tan feliz, ahora rodeada de asquerosos hoteles, es una chalupa en la que me dirijo al abismo.
     Poco a poco he ido cortando las amarras que me ataban a la vida: perdí el trabajo, me dejó Adela, los amigos uno a uno fueron desapareciendo de la agenda telefónica, a los vecinos no les importo más que una rata paseando junto al contenedor de basura. "Él se lo ha buscado", "Se veía venir" "Se merece acabar así". ¡Qué fácil es culpar! ¡Que os den por culo a todos!
     Ahora ya todo me da igual. Ponte otra ginebra, Sebas. Alcohol de la mañana a la noche, alcohol para ahuyentar diablos, alcohol como lenitivo de esta aplastante soledad.
     Sólo me queda un vínculo con la humanidad, mi querido Rafael, mi buen hermano. A nadie más le concedo autoridad sobre mi vida. ¡Siento tanto haberte defraudado, hermano querido! Sólo tú entendiste hace muchos años, cuando apenas empezábamos a dejar de ser niños, mi incapacidad para la vida, mi espíritu refractario a la paz y la felicidad.
     No quisiera que te sintieras culpable, pero si vinieses hoy, quizá encontrara algún motivo para no abrir la espita del gas y empezar a oler el perfume de la muerte, a lo mejor lograrías sacarme de este sopor que me inunda, de este perfume de muerte que envuelve todo, este perfume de vieja puta barata.

No hay comentarios:

Publicar un comentario