miércoles, 4 de enero de 2012

Tobias Coll 4 - Antonio


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No hubo foto familiar el día que enterraron a Catalina Louise Campistrou. Tampoco hubo sol, ni lágrimas. Las nubes de otoño cubrían un viento del oeste que sopló durante todo el funeral, limpiando la carga de los meses anteriores, en que Catalina se había ido apagando latido a latido. Desde principios de verano su enfermedad cardíaca había centrado a su escasa familia alrededor de ella. Sus hijos, Tobías y Ernesto, sus nietas Magali y Eva, y su, por dos veces, nuera, Erika, parecían aliviados al cesar el sufrimiento de la menuda mujer fuerte que siempre habían conocido.
En su vida la mayor parte de las cosas importantes habían ido de dos en dos. Dos nacionalidades, dos maridos, dos veces viuda, dos hijos, dos nietas. Y ahora yacía entre los dos nichos de quiénes fueron sus maridos. Su lápida, austera, tan sólo ponía: “Catalina Louise Campistrou: Catania 1910 – Eivissa 2002”.
Tras el funeral, Ernesto acompañó a Tobías a su pequeño apartamento, al pie de la calle Al Sabini. Juntos brindaron en el amplio balcón frente al Mediterráneo y Formentera, con la última botella de lemonchelo macerada por su madre, hacía ya más de una década, y que ambos habían guardado celosamente para este momento.
- Por mamá, por su secreto para guardar la esencia siempre.
- Salud. Te quiero Ernesto.
- Y yo a ti, hermano.
Beben de un trago, se funden en un abrazo que arranca las primeras lágrimas
del día. Son unas lágrimas saladas como el mar que tienen enfrente, densas, guardadas durante muchos años, obligadas a desaparecer durante los últimos meses, y ahora, liberadas en el único lugar en el que tienen sentido, en su abrazo.
Una segunda copa calma el llanto y trae el silencio. La tercera, ya a tragos cortos, devuelve la palabra.
- Ernesto, creo que ahora ya me puedo ir.
- Lo entiendo… - deja la frase colgada, mirando a Tobías a los ojos – Lo entiendo, pero me da miedo.
- No te preocupes, no hay nada más que tú puedas hacer. Estoy bien, no te preocupes, pero creo que ahora es el momento.
Ernesto sigue mirándole, sabe que Tobías tiene razón y sabe además que
ese pequeño demonio que ha vivido dentro de él no puede ser siempre amaestrado. Lo sabe, no quiere cambiarlo, pero necesita también su tiempo para asimilar que aquello inevitable se acerca.
-¿Por qué no esperas unos meses? Arreglamos todos los líos que va a haber ahora con los papeles, las propiedades y demás, y luego nos vamos un par de semanas los dos por ahí… - Ernesto continúa durante un rato, buscando las mil y una excusas para retenerlo.
Tobías le escucha con la confianza ciega que siempre ha tenido en él. Carga de nuevo las copas, y cuando Ernesto acaba, propone otro brindis.
- Por el hijo de puta de mi padre, para que arda en el infierno.
- Por el hijo de puta de mi padre, que me dejó solo para que me criara el hijo de puta de tu padre.
Chocan las copas y comienzan a reír. Siguen creyendo que el mundo son un
montón de cuerdas sueltas, y ellos han logrado hacer un nudo.

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