miércoles, 4 de enero de 2012

Coral 3 - Diana C

Faltaban tres semanas para el examen final del primer nivel. Desde lo de mi tío, había estado tan ausente en clase que había perdido mucho vocabulario y gramática. En este idioma no había apuntes para repasar en casa. No podía hacerlo solo y Coral se ofreció a ayudarme.

Por las tardes, cuando ella terminaba su turno, nos íbamos a la playa con un par de bocadillos y unas cervezas. Algunos días todavía refrescaba. Nos poníamos las chaquetas y terminábamos el concierto silencioso de nuestras manos dibujando conversaciones en el aire. Llegaba la noche y nuestra charla, sin una linterna o sin luna, dejaba de poder ser. La comunicación también se nos extinguía en el coche. Si volvíamos en el de Coral, lo primero que hacía antes de arrancar era encender la radio. Música celta, o árabe, o hindú. Ópera muchas veces. Rock de vez en cuando, a veces, muy pocas, jazz... Y ella se abstraía de mí, y movía al ritmo la mano por la ventana, la cabeza, cualquier parte de su cuerpo. Cuando íbamos en el mío, con la radio estropeada, el silencio inundaba el ambiente. Entonces Coral sacaba de todos modos la mano. Miraba las estrellas, los árboles a los lados de la carretera, y con la misma expresión lejana parecía seguir el ritmo de otra música, una que yo no podía escuchar. En ningún otro momento del día, y por supuesto jamás en la cafetería nadie lograba arrancarle una paz semejante. Yo siempre encontraba un momento para mirarla en esos viajes de regreso. Pensaba que ella no hacía lo mismo porque con su hahndicap tenía que prestar más atención a la carretera. Pero lo cierto es que a la hora de conducir tenía funcionando exactamente los mismos sentidos que yo. Y en esos viajes de vuelta, ella nunca me miró.

A solo tres días del examen, me sentía confiado y tranquilo. A la vez, también en solo tres días dejaría de tener una excusa para verla. El verano se prometía ya por todas partes, las macrodiscotecas anunciaban sus aperturas, las playas se abarrotaban como expositores de maniquíes, las calles vacías del invierno se volvían intransitables. Eso debería animarte, pensé. Pero sentía un desasosiego tenaz. Cada año desde hacía diez había corrido detrás de todas esas cosas. Ahora, desde lo de mi tío, me parecía que podía seguir en esa carrera sin otra meta más que la de correr. La noche vendía espejismos a los que no se llegaba nunca. Respiré hondo y contemplé el sol dividiéndose en colores sobre todas las superficies. Sobre el mar era puntos blancos y naranjas que centelleaban al movimiento del agua. En la arena mojada de la orilla había una mezcla de ocres, grises y azules. Casi podía separar unos de otros con un pincel. Sobre el pelo de Coral el sol era violeta.

    ⁃    ¿Si hubieras podido elegir, hubieras preferido ser ciega? ¿Te lo imaginas? Yo creo que es peor perderse toda esta maravilla.

Su rostro se puso pálido, y volvió a adquirir la dureza a la que me había acostumbrado durante meses. Me recordó al primer día, aquel en que bromeé con su nombre y se enfadó tanto.

    ⁃    Yo ya elegí, y sigo sin poder imaginar nada peor. Hasta soportaría estar en una silla de ruedas. Pero esto – y se agarró la garganta, abrió la boca, y su rostro enrojeció y se arrugó en un grito silenciado - Nada, ¿lo ves? No sale nada – al decirlo pareció indiferente. Se giró a coger un cigarro, y cuando lo encendió tenía la nariz enrojecida y los ojos acuosos. Recordé mi grito el día del entierro de mi tío. Y entonces me pareció que no solo me había aliviado a mí, como si con mi voz hubiese logrado sacar también la suya. Pero claro, eso lo pensé entonces. Aún no tenía ni idea de lo que estaba hablando.

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