miércoles, 4 de enero de 2012

José Manuel Ortega - Diana C

Es la caída del crepúsculo. El azote de los tiempos ha ensombrecido los ánimos ajenos y propios. Como hormigas a su hormiguero, los trabajadores regresan a sus hogares en cómodas hileras de a uno. Pero son las siete de la tarde, y las propias hormigas, hecho insólito donde los haya, van más rápido que los coches. Esto se debe al embotellamiento.¿Por qué será que, al suceso conocido como “atasco” se le otorga también este otro nombre? ¿Acaso porque a todo aquel que vive el citado fenómeno le entran unas ganas furibundas de emborracharse para olvidar?  El embotellamiento es sobrecogedor y mortal a esa hora, en la entrada norte de la M-30. Mortal porque se sabe de cinco casos, entre 1997 y 2003, de muerte por aburrimiento. Ahora la gente va mejor preparada. Nintendos, retrovisores con TDT, y la máquina de hacer ganchillo a lo bestia- que está inventada, y si no me cree búsquelo en internet, que es la nueva Biblia- hacen más soportables las horas perdidas. De este modo los atascos han dejado de ser mortales según ha declarado la Organización Mundial de la Salud. Pero no por ello han dejado de ser insalubres. Bien es sabido por todos que, sobrepasando los 10 minutos, comienzan los pitidos. Primero intermitentes, luego pasan a una irritante continuidad. Uno de los coches pita en Do sostenido, otro en Si bemol, y esto sería estupendo si unos a otros se aplaudiesen. Pero los humanos somos animales de costumbres, y dice la tradición que a los bocinazos les siguen los insultos. Algunos los pronuncian por inercia, se lo vieron hacer a su padre, y al padre de su padre, y al padre de su padre de su padre, incluso cuando en aquella época no hubiera coches. A otros la insalubridad del atasco propiamente dicha les afecta tan severamente que si no es a base de improperios y juramentos varios no son capaces de expulsarla. Pero esta terapia tiene efectos secundarios, y es que sube la tensión arterial, hinchando las venas del cuello y de la frente respectivamente por orden alfabético. Y otros los gritan tan solo por si acaso. No saben muy bien de dónde les llueven, y desde luego no saben bien a quién los lanzan. Pero son de la opinión de que el enemigo está en todas partes, y que “más vale un buen ataque preventivo a tiempo que lamentar después”. 

Así, como cada atardecer, los ánimos crispados de unos y otros van juntándose haciendo una ovillo sobre los cinco kilómetros de entrada de la autopista. La calma es difícil de mantener cuando uno tiene una madeja de cláxones, vituperios y gases tóxicos flotando sobre su coche. La máquina de hacer ganchillo a lo bestia toma la punta del ovillo y con paciencia lo va transformando en una bufanda de otoño, con gorro y guantes a juego, pero los ánimos sulfurados continúan añadiéndole hilo al carrete. Los bocinazos cada vez son más disarmónicos, los que pitaban en Si bemol  han decidido pitar en Re, los insultos son dispensados ahora en chillidos estridentes y además sin vocalizar, lo que hace que la maestra de dicción les ponga a todos un cero. Todo se confunde en un gran estruendo que, por otro lado, no hace que la hilera de coches se mueva ni un ápice. Las hormigas, entretanto, ya están todas en su hormiguero, viendo su programa favorito en la Cuatro.

Pues bien, entre toda esta sinrazón, hay un hombre, uno solo, que no pita, que no grita ni insulta, ni se queja de la mala calidad de las prendas en rebajas. Un solo hombre, tras sus gafas de sol, aunque ya haya anochecido, que mantiene la calma. ¿Quién es él? ¿Será un experto meditador zen? ¿Será que los atascos han vuelto a ser mortales y él es el muerto número seis? ¡No! Este hombre en su calma ejemplar, siempre está alerta, siempre vigila. Para él el mal nunca descansa y su jornada laboral no termina, empieza AHORA. Él es José Manuel Ortega, detective privado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario