martes, 3 de enero de 2012

Biografía 3 - Diana C

⁃    Disculpe, ¿me podría traer un poco de limón para el pescado, joven?- pidió con sus acostumbrados modales de actriz de cine. El resto de los abuelos engullía sin apenas darse cuenta de lo que tragaba, pero Manolita, cada día, después de terminar el postre, pedía la cuenta y decía “muy bueno, pero he encontrado la tarta un poco insípida, tendrían que echarle un poco más de azúcar”.

Aún recuerdo el día que llegó a la residencia. El resto de mujeres llevaban todas falda. Algunas aún guardaban un luto de hace veinte años, y a las pocas que se veía con pantalón, lo llevaban de chándal, del de oferta en Prymark “lleve tres y pague dos”. Pero Manolita apareció con unas gafas de sol de Gucci y un conjunto de camisa y pantalón violeta que sus huesudas piernas apenas rellenaban. Un pañuelo de seda que llevaba al cuello parecía ondear ante un viento inexistente. Se paró en medio de la sala, se levantó las gafas para mirar a la gente con el ceño fruncido, como un sheriff, y decretó “Me gustáis”. Acto seguido se sentó en la mesa de los hombres, donde estaban jugando a la brisca apostando los sobrantes de sus pensiones, y pidió “reparta para mí, joven”.

A ratos no sabía muy bien qué hacía allí. No Manolita, sino yo. Había sido una salida fácil lo de hacerme auxiliar. Sin estudiar mucho tendría trabajo seguro. Encima en estas profesiones sólo hay tías. En clase tenía sólo tres competidores más, y después seguiría trabajando eternamente rodeado de mujeres. En aquel momento pintaba muy bien. Pero ahora, después de tantos años, la experiencia de la vejez empezaba a cansarme. Las tardes que me sumía en estos pensamientos, Manolita parecía tener un radar pues me llamaba “joven, venga aquí”. Su tono autoritario tenía un toque cómico al que no podía resistirme. Esa tarde llevaba puestos unos guantes de lana con sendas plaquitas metálicas cosidas que rezaban “Pachá”. Qué bien me caía Manolita.

    ⁃    Joven, se parece usted mucho a mi hijo Vicent, el del Royalty, ¿le he contado alguna vez lo del Royalty?
    ⁃    No, nunca señora – mentí. Siempre era un placer volverla a escuchar, incluso cuando las palabras se le atropellaban torpemente en la punta de la lengua. 
    ⁃    Bueno, en realidad con el Royalty empezó mi padre. Lo abrió en el año 1933. Si me pregunta lo que he hecho hace dos minutos, no lo sé – me miró fijamente, casi enfadada – pero me acuerdo perfectamente de que el Royalty lo abrió mi padre en 1933. Iba toda la gente de Santa Eulalia, desde el primer día. Supongo que los dulces de mi abuela eran el secreto. Y ni siquiera venían de ella. Sacaba las recetas de un libro que le había dejado su propia abuela, una cubana con la que se lió mi tatarabuelo cuando la pobreza en la isla era tan insoportable que mucha gente tuvo que marcharse. Mi tatarabuelo fue de los pocos que decidió volver, y lo único que se trajo de aquel viaje fue una niña bastarda y un libro de recetas. Porque la pequeña fortuna que consiguió hacer en Cuba se la robaron los piratas casi llegando a puerto. - lo de los piratas era mi parte favorita, pero se interrumpió-¿Y mi bolso?
    ⁃    Aquí lo tiene, Manolita, a su derecha
    ⁃    Ah, sí, - rebuscó algo un buen rato, sin éxito.- ¿Dónde habré metido mis gafas?
    ⁃    Las lleva en la cabeza- Manolita se tocó sobre el peinado impecable y se desprendió un suave olor a laca. Visiblemente molesta, descubrió allí mismo las gafas de sol
    ⁃    Bueno, joven, tampoco hace falta decirlo así, que un despiste lo puede tener cualquiera, ¿o a usted no le pasa?
    ⁃    Si, claro que me pasa – de hecho, es cierto. Ayer mismo me dejé las llaves dentro de casa. Otra vez. Los cerrajeros van a abrirme una cuenta de cliente habitual.
    ⁃     Luego, cuando la guerra, hubo varias veces que pensamos que tendríamos que cerrar, ¿sabe? Sobre todo al principio, cuando vinieron aquellos de Mallorca, los rojos, ¡uf! No vea, joven, qué miedo pasamos la primera vez que entraron en el bar, yo entonces tenía quince años y a veces ayudaba a servir. Bueno, creíamos que se habían enterado de que al Royalty venían alemanes e italianos, y lo más seguro es que lo supieran, pero ¿sabe usted para qué se acercaron a la cafetería? ¡Para probar la tarta al ron! En solo cuatro años había cogido tanta fama  que de un bando y otro venían a probarla. A ratos no sé muy bien cómo se libró la cafetería de estar de parte de unos u otros. Pero así fue. Como decía mi padre “el poder del dulce”. - y los ojos le brillaron pícaros. - Después vino la época de los famosos, ¡Ah, la época gloriosa del Royalty! ¿Quién nos iba a decir que un bar en medio de una isla tan pequeña iba a ser el centro de reunión de la créme de la créme? Pero sí, empezaron a pedirnos hacer algunas fiestas privadas, y todo para tener en exclusiva la famosa tarta al ron. Bo Derek, Sean Connery, Lola Flores... Tengo hasta una foto con Frank Sinatra.- Y con voz cascada entonó el estribillo de “My way” en inglés, que Manolita era mujer de mundo. De pronto calló, y algo se ensombreció en su gesto- Ahora lo lleva mi hijo. Vicent lo lleva bien, Sigue funcionando. No es lo mismo. A veces no le echa ron cubano a la tarta al ron, por la crisis dice. Que cómo va a desperdiciar ron del bueno en una tarta, dice. No es lo mismo. 

A la hora de la merienda volvió a enfadarse.
    ⁃    ¡Pero por qué me tengo que tomar esto! ¡Yo no he pedido un poleo menta! ¡He pedido una piña colada! Que sepa usted que no voy a volver a este bar- me fulminó, y después, con una dignidad absoluta, se incrustó las gafas de sol y miró para otro lado. Dio un sorbo a la infusión, farfulló un par de insultos, y después, a la hora de pagar, dijo – yo os invito a todos - acostumbrada a desenfundar la cartera como el más rápido del oeste desenfunda su revólver.
    ⁃    Déjelo señora, invita la casa.

Hasta hace una semana Manolita podía seguir comiendo de todo. Pero el médico, en la última revisión, le sentenció una diabetes. Le restringió todo dulce, y Manolita murió a los cuatro días. Su hijo Vicent se la llevó a pasar el fin de semana con él, para celebrar su noventa y un cumpleaños. Por supuesto, fueron al Royalty. Tras empeñarse en que quería tomar su piña colada “mocoso, me vas a decir tú ahora lo que puedo o no puedo tomar si este bar casi lo he abierto yo con mis propias manos cuando tú ni habías nacido”, lo que saboreó fue una especie de mejunje a base de leche de soja, zumo de piña sin azúcar, sacarina y por supuesto nada de ron. Esa noche, en casa de su hijo, cuando todos dormían, debió de escaparse a la nevera, pues se la encontraron a la mañana siguiente en la cama, ya sin vida, rodeada de chocolate, galletas, migajas de pastelitos y unos pedazos a medio comer de la tarta al ron. Había alcanzado a dejar unas breves palabras anotadas en una servilleta “hijo, échale ron del de verdad”.

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