miércoles, 4 de enero de 2012

Coral 2 - Diana C

Nunca accedió a verme fuera de la cafetería de la asociación hasta el día del entierro de mi tío Tomás. Mi tío, con el que solo me llevaba quince años, y que teniendo yo ocho ya me dejaba tomar el manillar de su Harley. En la carretera, con el viento de cara y mi espalda apoyada sobre su estómago firme, sabía que no me caería nunca. Ahora mi tío Tomás ya no estaba. No había sido un accidente de moto como todos vaticinaron. Fue un pedazo de alfeizar que se desprendió de una ventana en el preciso instante y a la velocidad adecuada para caerle a mi tío en la cabeza. “Esas cosas no pasan” le espeté glacial a mi madre que, deshecha en llanto, me comunicaba la noticia. A unos les cae el alfeizar justo después de pasar y ni se enteran. A otros les cae delante, se llevan un susto, y continúan caminando. Pero a mi tío Tomás le cayó en la cabeza y lo mató. La vida puede ser así de estúpida, así de volátil. Y sobre todo así de desconsiderada al dejar aquí personas embrutecidas y oscuras y llevarse a mi tío Tomás. Ahora me había dejado la espalda al raso, y ya solo había nada, una nada inmensa, por todas partes.

Coral me vio llegar con la cara desencajada y pálida. Había pasado toda la noche en el velatorio, donde me ahogaba. Salí a dar una vuelta a solas. El silencio de la noche me calmaba. Prendí un cigarro. El humo ascendió hacia las estrellas y me descubrí pensando en Coral. Fue una sorpresa darme cuenta que era la única a la que en ese momento deseaba tener a mi lado. Cuando aparecí en la cafetería me miró y de inmediato aparcó su desdén habitual poniéndome mi cortado. Se quedó parada ante mí un buen rato con los brazos en jarras, y sus manos dijeron “¿Vas a decirme qué te pasa?”. Agradecí su brusquedad, sería como una desconocida si de pronto hubiera sido demasiado amable. Se lo conté, chapurreando como los indios cuatro signos mal hechos. Coral, viendo mi esfuerzo y mi agotamiento, me tomó las manos haciéndome callar, y me miró. Después, con cuidado, las depositó sobre la barra del bar y las suyas dijeron “puedes contármelo con tu voz. Puedo oír”. Se lo expliqué en una especie de trance. Todo lo extraño, hasta que Coral oyese, empezaba a dejar de sorprenderme en aquel estado, en ese mundo donde era posible que mi tío Tomás muriese, donde de pronto Coral me había tomado las manos. Al finalizar le dije “Te parecerá raro, pero me gustaría que esta tarde me acompañases al entierro”. Coral accedió. Todo lo extraño empezaba a dejar de sorprenderme.

Ni siquiera en un entierro dejaba de haber sitio para chismes. Mi madre me apartó y, con los ojos enrojecidos, me dijo “¿Quién es esa? ¿No me la vas a presentar?” Molesto respondí “mejor en otro momento”, pero me asombré de lo ajena que parecía Coral a las miradas curiosas e inquisitivas. Ella miraba hacia el cielo con una mochila entre las manos y su cuerpo se mecía despacio. Trajeron el ataúd de mi tío, el cura dijo unas palabras y Coral lo miraba todo con un gesto de curiosidad que le elevaba la comisura de la boca. A su lado sentía de inmediato paz en mitad del paseo sombrío de llantos. Cuando alzaron la caja y la intrudujeron en su frío hueco, Coral cerró los ojos y una brisa hizo bailar su pelo. Una brisa que pareció tocarla solo a ella. La muerte no parecía algo pesado a su lado. Cuando todo terminó me dijo “Ahora vamos a hacerle un funeral de verdad”. Me hizo conducir hasta Punta Galera, donde nos sentamos a esperar la puesta del sol. Cuando éste tocó el mar, ella abrió su mochila, sacó una caracola y se puso en pie. Sopló y mis ojos se iluminaron al escuchar un sonido saliendo de su cuerpo. Sopló y el sonido convirtió el mar, las gaviotas, los colores cambiantes del cielo, mi dolor y mi sorpresa en una sola cosa. Luego dijo “ahora dile adiós”. Cohibido no hice nada, “ Vamos, ¡Dile adiós!” y tomándome del brazo me hizo levantar. “Adiós”, murmuré, tragándome un bloque de dolor. Coral me obligó a mirarla y muy seria dijo “no te ha oído. Tu tío se ha ido, Fran, y no le volverás a ver. Dile ADIÓS”. Entonces grité. Grité hasta arañarme la garganta por dentro, y volví a gritar, y grité otra vez. El sol se ocultó por completo en el agua y caí en las piedras. Lloré. Coral tocó su caracola, y mi dolor siguió haciéndose agua.

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