martes, 3 de enero de 2012

Biografía - Antonio

No queda mucho. Eso escucho continuamente. Parece ser que no soy más que un viejo, alguien que ha superado hace ya algún tiempo su esperanza de vida, y para quien cada día es un regalo. No saben realmente hasta que punto mi vida ha sido una lucha constante.
 Fui hijo único, caso extraño en una familia plagada de partos múltiples. Eso no me hizo ser más querido. Nunca supe quien fue mi padre, y a mi madre la perdí antes del primer año de vida. Mi familia extensa a duras penas pudo hacerse mínimamente cargo de mí. El barrio en el que vivía, una ciudad dormitorio a las afueras de Madrid, ayudaba sobremanera a la dureza del día a día. Desde muy temprana edad, las calles fueron mi medio, y mi escuela. En ellas aprendí por partes desiguales lo malo y lo bueno. Mi clara tendencia a la soledad y a la individualidad, tuvo que moderarse en la adolescencia, donde sólo valía ir en pandilla para poder trapichear de la mañana a la noche, y poder tener una mínima protección. Fue entonces, en esos precoces años, cuando comenzaron los escarceos con el otro sexo y las peleas en callejones oscuros. Cicatrices y conquistas tan frecuentes como efímeras. Llamé la atención, y me atrevería a decir que incluso la admiración, pero, sobre todo, provoqué odio y envidia, entre los míos y los otros. Desde arriba se cae mucho más rápido. Una noche, después de ganar la última pelea, cansado y sonriente, una pandilla me esperaba cerca de mi casa. Eran siete. Uno perdió un ojo, dos salieron huyendo, y los otros cuatro me dejaron en un estado agónico. Dos días pasé escondido entre la maleza, durmiendo en cartones húmedos, tiempo suficiente para decidir que tenía que marcharme lejos.  Esa misma tarde me colé en un tren comercial hacia el norte.
En Bilbao comencé una nueva vida, anónima, buscando mejores opciones que la calle. Se agotaba mi primera juventud, y sentía las ganas de escribir sobre renglones rectos. La pelea de Madrid me había dejado una leve cojera que arrastraría el resto de mi vida, lo cuál no me impidió pasar los siguientes años como eficiente controlador de plagas en los sótanos y aledaños del Mercado de la Ribera.  Allí apenas hice amistades, a pesar del trato afable que siempre me dieron, y centre mi vida en el trabajo lejos de las distracciones y juegos que parecían atraer al resto. Aún así, mis compañeros siempre supieron respetar esa distancia creada por mí y no tuve que hacer frente a nuevos conflictos y peleas.
Nada dura siempre. La remodelación del edificio del mercado, me volvió a dejar perdido y merodeando. Ya cercano a la madurez, decidí dar un giro total y me fui al interior, a las montañas cercanas, buscando naturaleza y calma. El primer invierno fue muy duro, el segundo peor, y sin embargo alguna extraña razón me decía que había de continuar estando en este lugar. Cuando no has conocido grandes comodidades, el simple sol unos minutos y algo que llevarte a la boca son siempre suficientes.
El tercer año cambió mi suerte. Conocí a Loulou cerca del puente viejo. Hacía poco que su familia había comprado una caserio en la región. Era mucho más joven que yo, pero nunca sentí que estuviese fuera de lugar con ella. Su familia, poco a poco, fue admitiéndome en su círculo, y finalmente en su casa. La vida en el campo me pareció siempre mil veces menos dura que la vida en el barrio. Nuestra familia creció. Loulou y mis hijos me ayudaron a dulcificar mi carácter y a disfrutar su compañía. Fueron sin duda, los años más felices de mi vida.
Hace poco una desgraciada intoxicación alimentaria se llevó a Loulou de mi vida. Mis hijos, de alguna forma, heredaron parte de mi inquietud y se marcharon hace ya algún tiempo. Nuestra familia se conformó temporalmente conmigo. Hasta hace unos días, en que me siento mal y cansado. No han dejado de hablar ni un solo día con el veterinario del pueblo cercano, y parece que hoy iremos a verlo.  Me siento tranquilo y lúcido, no sé lo que me espera, pero tengo la sensación de haber tenido una magnífica vida de gato.

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