miércoles, 4 de enero de 2012

Coral 1 - Diana C

Sabía cómo pedirle un café sin hablar después de sólo dos clases. Cuando ella respondió moviendo sus manos a la velocidad de un banco de peces tuve que pedirle que fuera más despacio. Improvisé un gesto con las mías y ella rió en silencio. Al parecer había querido decir “cama”. También me confundí al pedirle un croissant que acompañase mi café, creo que le pedí una vaca. Cada vez me gustaba más equivocarme por ver el espectáculo de aquella carcajada sin sonido. Reía con todo el cuerpo, se le hinchaban las venas del cuello, los ojos le centelleaban como gotas marinas al sol, y eso era digno de ver en una chica que estaba todo el tiempo tan seria.

Mi vecino sordomudo me había animado a hacer el curso de intérprete de lengua de signos. De sus seis hermanos, él era el más comunicativo. Los demás, habituados a la normalidad de tener voz, no se esforzaban en ejercitarla lo más mínimo, pero él hacía malabares para hacerse entender. Y siempre lo lograba. Cruzárselo en el ascensor era como saltarse una barrera. Y a mí siempre me han gustado los retos.

Fue él quien me explicó que, aunque se presentaban con su verdadero nombre, después utilizaban un mote, un solo signo, para evitarse el engorro de deletrear letra por letra cada vez que querían referirse a alguien. Ella me dijo que se llamaba Coral. Ahora lo escribo y suena a nombre de culebrón venezolano, pero no podía sonar así de sus manos. Lo deletreó como si utilizara una máquina de escribir prendida del aire, como si estuviese marcando los dígitos de un teléfono invisible que la comunicara con el infinito. Entrar en el lenguaje sin sonidos era penetrar en una dimensión mágica. Era como bucear.  Coral - repetí con mi boca. - ¿Como el coro de una iglesia? - y ella frunció la suya. Apretó tanto los labios que se le pusieron blancos, y me hizo el signo por el que se hacía llamar: cerró su garganta con llave y la tiró. Al ponerme el café, la taza, la cucharilla, el plato, todo entrechocó sobre la barra con un estruendo del que ella parecía ser perfectamente consciente mientras me clavaba una mirada llena de ira.

Probablemente hubiera sido más sencillo, para mí, quiero decir, si no fuera por un detalle muy estúpido: me recordaba a una foto de Alberto García-Alix, una que se titulaba “El dolor de Elena Mar”. Era como si ella encajase en ese muestrario de almas en blanco y negro que se quedaron colgando del aire. Seres que por algún revés de la vida, o por demasiados, se torcieron la cara a sí mismos. Coral, además de ese encanto sórdido de animal roto, tenía algo más: sus manos, que hacían magia de prestidigitador moviéndose como mariposas entre la máquina de café y la registradora, entre el cigarro y el cambio, entre las tostadas con mantequilla y sus sentimientos. Un día, lo sabía, esas manos de maga sacarían de su garganta una hilera de pañuelos de colores anudados como las sábanas que un preso utiliza para escapar de su cárcel.

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