En torno suyo, no habían pasado desapercibidos los cambios que había experimentado su carácter.
Se había vuelto irascible, taciturno y ensimismado, y los repetidos intentos de sus seres queridos por desentrañar el motivo de su cambio no daban frutos.
En el trabajo, algunos colegas habían comprobado la nueva aspereza de Rodolfo a base de encendidas reprimendas por nimiedades. A sus hijos, pese a su corta edad, les costaba reconocer al padre cariñoso y atento, siempre dispuesto al juego y a la broma que había sido hasta hace apenas unas semanas.
Rodolfo rehuía el contacto con sus hijos porque se sentía indigno de ellos, tan inocentes.
Sólo había una persona a quién se planteaba abrir su alma atormentada, su mejor amigo, Jacinto Benavides, la persona que mejor le conocía y en quien más confiaba. Pero una y otra vez desechaba la temida confidencia.
-Un día de estos te lo contaré-, le decía cuando la intimidad propiciaba el encuentro entre los dos amigos.
En tanto, Rodolfo no dejaba de pensar en la muerte y en poner fin al atroz crepitar de su conciencia.
Así como de una amarga pesadilla uno despierta a la apacible realidad, él había abandonado su cómoda realidad soñada para chapotear en una pesadilla fangosa.
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