Érase una vez, en una pequeña
isla perdida en medio del mar mediterráneo, un joven pescador solitario llamado
Mariano. Vivía Mariano en una pequeña casa sin más compañía que su gato, y no
recibía visitas pues bien conocido era su mal carácter y su poco interés por
las demás personas. Mariano salía cada día a pescar en su bote de vela y vendía
el pescado que no necesitaba para comer. Lo que ganaba lo guardaba, pues apenas
gastaba, pensando en las cosas que haría en el futuro: comprarse un barco de
motor, viajar quizás…
Aquel día Mariano se levantó
más tarde de lo habitual. Una espesa capa de nubes cubría el cielo, amenazando
con lluvia. Pero como no llovía y Mariano se consideraba un experimentado
marinero, decidió salir igualmente a pescar, pensando que pescaría el doble al
quedarse sus colegas en tierra. Al llegar a la playa encontró a una bella joven
cosiendo y reparando unas redes. Era María, una amiga de la infancia con la que
dejó de relacionarse al crecer. La vió de lejos y le pareció hermosa. Ella
levantó la vista y le dijo –Mariano, tú que tanto sabes del
cuidado y mantenimiento de los aparejos de pesca, ¿podrías quedarte un rato
conmigo y ayudarme con esta red que intento reparar? Pero Mariano tenía un
objetivo claro para ese día y, tras dudar unos breves instantes le contestó –No tengo tiempo, me voy a
pescar.
-¿Con el día que hace? Nadie
ha salido, se prevé tormenta. Yo de ti no iría.
-¿Quién prevé tormenta? ¿Los
demás pescadores, que están esperando la ocasión para quedarse en el bar
jugando a cartas? Hoy es un día como cualquier otro. Está nublado, y ya está.
Yo he decidido ir a pescar y ya se me está haciendo tarde hablando contigo.
Echó la barquita a la mar e
izó la vela. Un fuerte viento le empujaba veloz mar adentro y enseguida estaba
echando las redes. Miró al cielo plomizo y confió en su buen criterio. Al rato
empezó a llover y el mar se embraveció repentinamente. Decidió entonces recoger
las redes y le sorprendió ver que un único y minúsculo pececillo había quedado
atrapado en ellas. El pececillo le miró a los ojos y le dijo, con voz
suplicante: -Mariano, devuélveme al mar. Yo soy pequeño y no podrás ni
alimentarte de mi. En cambio, si me devuelves al agua, creceré y entonces me
vuelves a pescar y podrás hacer una fiesta conmigo. Pero tal era la frustración
y el mal carácter de Mariano que le contestó: -Mira pececillo, todo hombre que
tenga la mente clara sabe que es mejor tener poco hoy que mucho mañana. Y metió
al pececillo en su cesto. El viento había arreciado y las olas, grandes y
fuertes, hacían tambalear la pequeña embarcación. Izó la vela para regresar y
una fuerte racha de viento la rasgó haciendo casi tumbar la barca. No le
quedaba más remedio que volver a remo. Miró hacia la costa a través de la
lluvia, cada vez más fuerte, y descubrió que se hallaba más lejos de lo que
esperaba. Tendría que remar mucho para llegar, pero no vió otra alternativa.
Sacó los remos y remó y remó y remó. Las olas le empujaban mar adentro y él
remaba contra corriente. Seguía remando y la costa no se acercaba. Estaba
agotado y seguía remando. Remó hasta perder el conocimiento y en ese estado de
inconsciencia se le apareció la Virgen del Carmen vestida de sardina.
Resplandecía toda ella envuelta en escamas plateadas y se le acercaba
parsimoniosamente mientras le dirigía las siguientes palabras:-Mariano, querido
Mariano. ¿Se puede saber qué estás haciendo aquí?
¿Cómo se te ocurre echarte a la mar con el día que hacía? Relájate un poco,
hombre, mira a tu alrededor y escucha a los demás. Fíjate en los pececillos,
ellos se dejan llevar a dónde la corriente les empuja. ¿Por qué quieres tú ser
diferente?¿Te crees mejor acaso? En tu afán de remar te vas a dejar la vida. Y
ahora que te he pescado me toca a mi decidir si vives o si mueres…
Cuando
abrió los ojos el sol le hirió. El mar, en calma, mecía suavemente su barca
sobre la que no quedaba nada más que él mismo. No tenía remos, ni cesto, ni
nada. Buscó la isla con la mirada y la descubrió lejana en el horizonte.
Intentó relajarse y se dejó llevar por las olas. Constató al rato que la
corriente le llevaba en la dirección adecuada. Sonrió y pensó en la Virgen. –Gracias!
Dijo, mirando al mar.
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