miércoles, 9 de octubre de 2013

Un cuento de mar - Silvia

Érase una vez, en una pequeña isla perdida en medio del mar mediterráneo, un joven pescador solitario llamado Mariano. Vivía Mariano en una pequeña casa sin más compañía que su gato, y no recibía visitas pues bien conocido era su mal carácter y su poco interés por las demás personas. Mariano salía cada día a pescar en su bote de vela y vendía el pescado que no necesitaba para comer. Lo que ganaba lo guardaba, pues apenas gastaba, pensando en las cosas que haría en el futuro: comprarse un barco de motor, viajar quizás
Aquel día Mariano se levantó más tarde de lo habitual. Una espesa capa de nubes cubría el cielo, amenazando con lluvia. Pero como no llovía y Mariano se consideraba un experimentado marinero, decidió salir igualmente a pescar, pensando que pescaría el doble al quedarse sus colegas en tierra. Al llegar a la playa encontró a una bella joven cosiendo y reparando unas redes. Era María, una amiga de la infancia con la que dejó de relacionarse al crecer. La vió de lejos y le pareció hermosa. Ella levantó la vista y le dijo Mariano, tú que tanto sabes del cuidado y mantenimiento de los aparejos de pesca, ¿podrías quedarte un rato conmigo y ayudarme con esta red que intento reparar? Pero Mariano tenía un objetivo claro para ese día y, tras dudar unos breves instantes le contestó No tengo tiempo, me voy a pescar.
-¿Con el día que hace? Nadie ha salido, se prevé tormenta. Yo de ti no iría.
-¿Quién prevé tormenta? ¿Los demás pescadores, que están esperando la ocasión para quedarse en el bar jugando a cartas? Hoy es un día como cualquier otro. Está nublado, y ya está. Yo he decidido ir a pescar y ya se me está haciendo tarde hablando contigo.
Echó la barquita a la mar e izó la vela. Un fuerte viento le empujaba veloz mar adentro y enseguida estaba echando las redes. Miró al cielo plomizo y confió en su buen criterio. Al rato empezó a llover y el mar se embraveció repentinamente. Decidió entonces recoger las redes y le sorprendió ver que un único y minúsculo pececillo había quedado atrapado en ellas. El pececillo le miró a los ojos y le dijo, con voz suplicante: -Mariano, devuélveme al mar. Yo soy pequeño y no podrás ni alimentarte de mi. En cambio, si me devuelves al agua, creceré y entonces me vuelves a pescar y podrás hacer una fiesta conmigo. Pero tal era la frustración y el mal carácter de Mariano que le contestó: -Mira pececillo, todo hombre que tenga la mente clara sabe que es mejor tener poco hoy que mucho mañana. Y metió al pececillo en su cesto. El viento había arreciado y las olas, grandes y fuertes, hacían tambalear la pequeña embarcación. Izó la vela para regresar y una fuerte racha de viento la rasgó haciendo casi tumbar la barca. No le quedaba más remedio que volver a remo. Miró hacia la costa a través de la lluvia, cada vez más fuerte, y descubrió que se hallaba más lejos de lo que esperaba. Tendría que remar mucho para llegar, pero no vió otra alternativa. Sacó los remos y remó y remó y remó. Las olas le empujaban mar adentro y él remaba contra corriente. Seguía remando y la costa no se acercaba. Estaba agotado y seguía remando. Remó hasta perder el conocimiento y en ese estado de inconsciencia se le apareció la Virgen del Carmen vestida de sardina. Resplandecía toda ella envuelta en escamas plateadas y se le acercaba parsimoniosamente mientras le dirigía las siguientes palabras:-Mariano, querido Mariano. ¿Se puede saber qué estás haciendo aquí? ¿Cómo se te ocurre echarte a la mar con el día que hacía? Relájate un poco, hombre, mira a tu alrededor y escucha a los demás. Fíjate en los pececillos, ellos se dejan llevar a dónde la corriente les empuja. ¿Por qué quieres tú ser diferente?¿Te crees mejor acaso? En tu afán de remar te vas a dejar la vida. Y ahora que te he pescado me toca a mi decidir si vives o si mueres
Cuando abrió los ojos el sol le hirió. El mar, en calma, mecía suavemente su barca sobre la que no quedaba nada más que él mismo. No tenía remos, ni cesto, ni nada. Buscó la isla con la mirada y la descubrió lejana en el horizonte. Intentó relajarse y se dejó llevar por las olas. Constató al rato que la corriente le llevaba en la dirección adecuada. Sonrió y pensó en la Virgen. Gracias! Dijo, mirando al mar.

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