miércoles, 9 de octubre de 2013

Pesaba casi 1,400 kilos - Silvia

El último viaje, la última despedida. La casa que la había protegido los últimos diez años le cerraba sus puertas, la abandonaba sin que ella mostrara más que resignación, una especie de triste aceptación. Se quedó unos instantes contemplándola, con lágrimas en los ojos y un pensamiento que se repetía en su mente: “cuando la vida te da la espalda, te da la espalda”. La espalda de la vida, inabarcable, dura y muy fría se le había puesto delante cuando su brillante carrera laboral se vio truncada repentinamente. Ella, que siempre había sido buena escaladora, no se atrevió con semejante mole de granito, así que se quedó mirando las piedras que iban creciendo a su alrededor. La última piedra, la pérdida de su casa, le resultaba especialmente cruel, sobretodo porque el piso al que se mudaba era un lugar encogido y húmedo. Ella lo aceptaba como si estuviera recibiendo un castigo por haber sido demasiado ambiciosa.
Arrancó el coche mientras una fina llovizna empezaba a caer. El camino que le alejaba de su casa se le antojaba interminable. Entonces vio el bulto en mitad del camino. Parecía un trapo, o un jersey, abandonado con descuido bajo la lluvia. A punto estuvo de pasarle por encima cuando vio que se movía. Temblaba… ¿temblaba? Sí, sí, estaba temblando. Detuvo el coche y se acercó a examinarlo con precaución. Lo movió con la punta del pie y descubrió un pequeño perro de pelo largo y sucio. Parecía un cachorro y le miraba suplicándole desde las puertas del infinito. No dudó más. Lo envolvió en una toalla que llevaba entre las miles de cosas de la mudanza y lo llevó directamente a un veterinario. Éste le informó que se trataba de un bichón maltés, una raza muy apreciada como perro de compañía y de exhibición. De pequeño tamaño, sus melenas pueden crecer hasta el suelo por lo que, lustrosamente peinados y decorados con lazos, sus dueños los presentan a concursos. Este ejemplar, por desgracia, había sufrido un gran golpe producto, quizás, de un atropello. Tenía varias costillas rotas y una de ellas le había perforado un pulmón, por lo que debería permanecer en la clínica veterinaria varios días. Su estado era muy grave.
Aturdida, se dirigió a su nuevo hogar, pensando de nuevo en la espalda de la vida. A este perrito la vida se le había puesto de culo más que de espalda… Al menos ella tenía salud, podía considerarse afortunada. Pero el cachorro no tenía nada… bueno, ahora sí. La tenía a ella. Centraría sus energías en cuidarlo y darle una oportunidad. Si sobrevivía, claro.
Pasó varios días visitando frecuentemente la clínica y el pequeño bichón iba evolucionando lenta pero favorablemente. Por fin pudo llevarlo a casa donde le cuidó con mimo. Centrada en la recuperación del pequeño ser fue olvidando el mantra que le había acompañado últimamente y la espalda de la vida se fue alejando de su mente. Ver cómo empezaba a caminar, a mover la cola, a comer, y cómo la miraba con ojillos agradecidos llenó de alegría y luz sus días. Sus dificultades económicas y sus preocupaciones pasaron a un segundo plano y dejó de atormentarse. El pequeño bichón, cada día más alegre y vigoroso, recuperaba la vitalidad y le seguía allí donde fuera. Ella disfrutaba cepillándole la melena, que crecía brillante. Tan orgullosa se sentía de su mascota que la empezó a llevar a concursos y exhibiciones. Comprobó con asombro lo bien que se entendía con los perros y lo a gusto que se sentía entre ellos. Así descubrió su vocación, y todo empezó a rodar. Conoció gente muy agradable, enamorada de los perros y pronto le ofrecieron un trabajo en una granja de acogida, donde también cuidaban mascotas temporalmente. Se mudó allí y le parecía estar viviendo un sueño. Se sentía plena y feliz.
Un día, acariciando y peinando a Luz, su pequeño e inseparable bichón maltés, se sorprendió pensando “cuando la vida te da la cara, te da la cara”.

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