miércoles, 9 de octubre de 2013

Lo miraba fijamente - Antonio

Lo miraba fijamente. Pesaba casi 1,400 kilogramos.  Apenas un dos  por ciento de su peso corporal adulto.  Llevaba observándolo casi una hora, un privilegio al que no estaban autorizados los pacientes. Su caso era distinto. Quería mirar cara a cara al huésped incómodo que se había rebelado. Sabía que en parte todo era culpa suya, pero también sabía que él le había empujado a salir antes de tiempo. La ironía del destino quizá. Siempre había arriesgado, siempre le había gustado jugar. Sabía que para ganar, había que estar dispuesto a sacrificar peones, a dedicar tiempo a la estrategia y a sobrellevar pérdidas cuyo dolor se diluye en el tiempo y el éxito de los pequeños triunfos cotidianos. Confió siempre, como hacemos casi todos, en los pequeños porcentajes que nos pueden llevar a una situación de privilegio, ganar la lotería, las quinielas, los concursos televisivos con grandes botes. Sabía que era cuestión de trabajo y tiempo. Sí el porcentaje de éxito es bajo, pero existe, me puede llegar. Desdeñó, como hacemos casi todos, los pequeños porcentajes que nos pueden arruinar la vida, una catástrofe, un accidente inesperado, una enfermedad terminal. Hasta hacía una semana había jugado siempre con las cartas marcadas y con lo que él creía mínimos riesgos. Casi tenía ganada una partida más, en un mes se licenciaba en ingeniería industrial y ya pasaba a jugar en otro escenario. Había llegado aquí desde un barrio de suburbio de Paris. Era el primer universitario de su familia, y probablemente el primero de su vecindario. Había sobrevivido a esa miseria, a las bandas, a la policía, al sistema educativo y a la estigmatización social. Había dominado los pequeños porcentajes y había logrado sobrevivir y culebrear entre el sistema hasta llegar a una posición que no parecía hecha para él a priori. Casi estaba hecho, hasta que comenzó a sentir fatiga y a amarillear. Al principio no le dio más importancia, sabía que podía ocurrir, lo ponía en el contrato, sólo tenía que ir a los laboratorios y pedir atención médica, interrumpir el tratamiento experimental de pastillas, y esperar. Sólo un contratiempo. No importa. Encontraría otra forma de ganar el dinero que le faltaba para redondear su año académico. Servir de cobaya para unos laboratorios no era la única opción, aunque fuese la mejor pagada, y los riesgos, al lado de los beneficios económicos, eran, sobre el papel mínimos.  La cara de desconcierto del médico en los laboratorios explicándole que debía ir a un hospital a recibir atención especializada encendió su luz de alarma. Las amenazas de un directivo explicándole que debía respetar el contrato y no rebelar nada de la prueba de medicamentos acabo de confirmarle que estaba dentro del porcentaje, mínimo, insignificante, que, al parecer, siempre le ocurre a los demás.
De eso hacía sólo una semana, parecía la última hasta ayer. Hoy mira fijamente el hígado que reposa en una caja sin tapa sobre la mesa de aluminio, el mismo que ha agonizado por una hepatitis fulminante dentro de su cuerpo hasta hace unas horas. El que apenas llega al kilo cuatrocientos gramos, y que estaba dispuesto a perder la guerra matando a su rehén.

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