martes, 25 de junio de 2013

Las cinco en punto - Antonio

Impecablemente vestido de blanco espera que sea el momento. El reloj de su muñeca marca las cinco. Es la hora, está seguro. Hay pocas cosas de las que sienta esa seguridad, pero ésta  es una de ellas. Otra, el banco en el que está sentado, y desde el que puede ver gran parte de la ciudad y el mar. Veinte años atrás, cuando se abrió el parque, su familia, poderosa y rica, contribuyó con algunos de los bancos estratégicamente mejor colocados. Éste, desde luego, tenía unas vistas maravillosas, cobijado a la espalda por la catedral de Notre Dame de la Garde.
Volvió a mirar el reloj, en un gesto automático, sin que hubiese pasado ni un segundo desde la última vez. Sabía que ella vendría.
Son los últimos días de septiembre, el sol aún aprieta a esta hora. Suda ligeramente bajo su sombrero Panamá, pero está tan nervioso que no acierta a sacar el pañuelo de tela con el que secar su frente. El sol busca un horizonte que da la espalda al mar, e ilumina su perfil izquierdo. visto de frente, su lado derecho juega con las sombras. El reloj lo lleva en la muñeca izquierda, y lo consulta compulsivamente cada pocos segundos. Sabe que es la hora.
Dos cormoranes cruzan frente a él, camino de la isla de If, en un vuelo que a él le parece majestuoso.
Dos hombres le observan desde el parking a unos diez metros, vestidos de traje y corbata, fuman un cigarro mientras esperan apoyados en el coche.
-¿Y tú cuánto llevas en esto?
-Mucho. Ni te lo creerías. Es tu primera semana, y se hace larga, pero enseguida te acostumbras, ya verás.
-¡Joder, qué calor! ¿No nos podemos quitar la chaqueta o aflojarnos el nudo de la corbata?
-Ahora es el calor. En invierno será el frío. Tenemos suerte, hoy no hay viento. ¿A qué nunca te habían pagado por tomar el sol vestido?
Siguen indiferentes vigilando de vez en cuando de reojo al hombre vestido de blanco. Él sigue mirando la esfera del reloj. Sabe que no puede estar equivocado. Levanta la cabeza para cerciorarse de que el sol está en el sitio que toca. Ahora sí saca el pañuelo y se seca la frente. Mientras lo devuelve al bolsillo escucha la primera campanada a su espalda. Sonríe por segunda vez en el día. Ha llegado a tiempo. La segunda, la tercera y la cuarta campanada no hacen más que asegurarle esa certeza. La quinta vuelve a clavar su mirada en el reloj. Son las cinco en punto. De nuevo está en el lugar que toca a la hora precisa. Sabe que ella vendrá. Lo sabe tan bien como lo ha sabido siempre.
Los dos hombres a lo lejos tiran las colillas de sus cigarros al suelo y ahora observan atentamente al hombre de blanco.
-¿Y desde cuándo dices que viene aquí todos los días?
- Hace 20 años.
El juego de sombras cambia lenta e imperceptiblemente, en su ciclo cotidiano. Su reloj sigue marcando las cinco en punto. Él sabe que es la hora. Está algo inquieto y desconcertado. Un pequeño nudo se estrecha en la boca de su estómago. Ella no llega. Tranquilo. Las novias son así, han de llegar un poco tarde, han de estar seguras de que todo el mundo las espera. El nudo se relaja mínimamente.
Los hombres de traje se acercan al hombre de blanco, que sigue comprobando cómo su reloj marca las cinco en punto.
-Monsieur Lavale, es hora de irnos. Ella no va a venir.
-Pero son las cinco en punto. Mira.
-Tiene razón. Nos hemos debido de equivocar de día. Volveremos mañana.
-Eso debe de ser. Será mañana a las cinco.
Camino del coche el nudo del estómago con tono de angustia desaparece un mínimo instante, hasta volver en forma de esperanza, y él hombre de blanco piensa, mañana me levantaré a la cinco, me vestiré y estaré listo para cuando ella llegue, mañana a las cinco.

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