lunes, 13 de mayo de 2013

Jason y los ancionautas del Parque de la Paz - Antonio

Una morena vestida de blanco pasa frente a los dos ancianos.
-Pues yo a es la agarraba y le metía un buen meneo. Ya te digo. – Se queda mirando a la chica medio segundo y luego parece entornar los ojos, sorbe su vaso de agua caliente, y continua su disertación – O no. O no le hacía nada. Eso depende, porque si ella no quiere, no hay más que hablar. Pero vamos que si quiere le meto un buen meneo.
Observa el tablero, casi por costumbre, porque recuerda perfectamente dónde estaban esas fichas hace diez minutos.  Se gira hacía el oponente que tiene del otro lado de la mesa en el Parque de la Paz.
- ¿Abdullah qué sabes lo que vas a mover? ¿No te estarás haciendo caquita otra vez?
- Te he dicho mil veces que me llamo Eduardo, y que soy de El Ejido.
-Bueno, pero allí ahí muchos marroquís, ¿no? Pues entonces no sería tan raro que tú fueses uno de ellos. Vaya, que igual lo eres y no lo sabes, o no te acuerdas. ¡Eh, Abdullah! Porque estas cosas cómo se pueden saber. Tu sabes lo que te han contado, como todos, pero no sabes si te han dicho la verdad. Aunque esto nos pasa a todos. Yo creo lo que me ha dicho mi madre. Pero bueno, luego no le he hecho mucho caso. Mira mueve lo que quieras que yo me voy a dar una vuelta, que me duele la espalda y no puedo estar aquí sentado. Vuelvo ahora en cinco minutos y ya te doy jaque mate.
La figura espigada y anciana se levanta, echa mano a un bastón e intenta curvar la espalda tanto como puede hacia atrás. Hace años que padece de ella y ya ha dejado de tener una sensación objetiva de la intensidad de ese dolor. Camina un poco hacia unas ancianitas que sentadas en un banco hablan de pastillas y horarios de medicación. Nuestro abuelo piensa, que mayores están estas señoras, todos los días al sol y empastilladas. En realidad la mayor de ellas es diez años más joven que él mismo, pero él las ve mayores, claro. Su mente de niño siempre ha estado encerrada en el cuerpo, y qué cuerpo, piensa él, y hace como que contonea todo el cuerpo, como ha hecho siempre, en movimientos arrítmicos y descoordinados, en un baile que es independiente de la música que suena en su cabeza. En realidad ahora es ya sólo su cabeza quien reproduce la música y el movimiento, su cuerpo ya no se mueve tanto, pero como ya sabemos, su mente tira siempre a una velocidad más.
Ve a un grupo de jovencitos en otro rincón del parque y su mirada de niño travieso se ilumina. A su paso se acerca hacia ellos, dónde llega unos cinco minutos después.
- Hola. ¿Perdonar, tenéis pastel de la risa?
El grupo lo mira extrañado, no le entienden, aunque tampoco saben que eso es un clásico en la vida de nuestro héroe, pero se dejan llevar un extraño magnetismo de atracción y duda.
-¿Un pastel de qué?
-De la risa. Vamos le llaman así, aunque a mi mucha risa no me dio, pero si tenéis un poco lo pruebo. Un trocito sólo, no puede ser peor que la última vez, y al menos tendré enfermeras en urgencias. ¿No sé si se entiende?
-Abuelo, ¿Se ha perdido? ¿Quiere que avisemos a sus hijos?
-Lo que quiero en un pastel de marihuana.
-¿Marihuana? Abuelo, eso ya no se lleva. Ahora todo es en pastillas. ¿Pero en qué año se ha quedado?
-Bueno, pues si no tenéis, no quiero. Pero es una pena, porque está muy rico. Así se me pasa un poco el dolor de la hernia. ¡Ah! Se ha vuelto a salir.  ¿Queréis verla?
A unos veinte metros de la escena se acerca apresurada una enfermera morena, la misma que protagonizaba el principio de este texto, y grita.
-Jason, súbase los pantalones y deje de enseñar la hernia.
El alto abuelo sonríe, piensa mejor fuera que dentro, y entonces suena un pedo que funde a negro toda la escena.

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