lunes, 13 de mayo de 2013

El baño - Antonio

Me despierto sobresaltado, y siento un pinchazo terrible en las cervicales. Entre la desorientación repentina y el dolor agudo en el cuello, me quedo paralizado apenas intento levantar la cabeza. Sólo acierto a echarme la mano izquierda a la nuca. Al sentir la temperatura fresca de la palma de la mano sobre la nuca, consigo aliviar el nido de agujas que siento. Es un alivio mínimo, breve, pero me parece un triunfo. Dura lo suficiente para darme cuenta que tengo las piernas dormidas. Los párpados que hasta ahora apretaban fuerte, como intentando despistar al dolor, se abren despacio y parpadean cuatro o cinco veces, tan desorientados como yo, pero más autónomos. Mis ojos van enfocando a cada parpadeo, primero venciendo la telilla borrosa de un sueño profundo, y después adaptando su pericia a las condiciones de luz, escasa y mortecina del entorno. Estoy sentado y tengo los pantalones y los calzoncillos bajados hasta los tobillos. No es la imagen que esperaba al despertar.
Estoy aún tan aturdido que no soy capaz de reaccionar. Mi cerebro intenta hacer una evaluación de daños y buscar en algún rincón de la memoria qué coño hago aquí, en el cubículo de este baño de un metro cuadrado de azulejos azules, con una puerta llena de frases estúpidas que inevitablemente acabas leyendo. La primera que veo es “Aquí estuvo y triunfo Joshua”. Pienso en un profesor que tuve en el colegio que decía que el nombre de los idiotas está escrito en todas las puertas.
Acierto a mirar el reloj, son las tres y cuarto de la madrugada. Joder. Empiezo a recordar luces intermitentes y el sonido monótono de un motor. Un autobús, un viaje en autobús, hay mucha más gente, casi todos dormidos. Yo no puedo, no consigo conciliar el sueño, me siento incómodo, llevo diez horas de viaje, y aún quedan otras tantas. Atravesar el país tiene estos inconvenientes. Me duele el estómago, puta comida enchilada del puesto de carretera. Me siento agotado, pero no me puedo relajar.  ¿Cuándo pararemos?
Mierda, ahora no me puedo mover, las piernas tardan aún más que yo en despertar, intento moverlas y apenas responden al estímulo. Ni siquiera ha comenzado todavía el incómodo cosquilleo previo  a recuperar la movilidad. Ha pasado apenas medio minuto desde que desperté y ya recuerdo las luces de las estación de servicio en la que paró el conductor. Sólo iba a repostar. Me dijo que podía ir al baño, que en quince minutos nos íbamos. Eso sería sobre las dos y media, hace casi una hora. Joder. Quiero pensar que estoy en un sueño, esos apelmazados que parecen perseguirte como la realidad hasta rato después de haber despertado. Pero cuanto más en orden se va poniendo mi cabeza y mi cuerpo, más lejos estoy de ese sueño y más cerca de esta pesadilla.
Mis cosas, joder, mis cosas. Está todo en el autobús. ¿A lo mejor me han esperado? Joder. Aún no me puedo mover. La linealidad de mi pensamiento rescata el momento en que tras aliviar mi vientre, caí en un sopor que permití por unos segundos, hasta caer en un profundo sueño, del que ahora intento salvarme.
Me convenzo de que ya estoy solo, que no han esperado, que ahora empieza otra odisea odiosa, que no sé ni en que punto del país está esta estación, que no tengo la documentación, que mi mochila va en la bodega del autobús, que estás putas piernas tardan más de la cuenta en reaccionar.  Para cuando consigo volver totalmente a mi ser y escapar de esta especie de jaula azul, me doy cuenta de que además, no queda papel. Joder.

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