domingo, 18 de diciembre de 2011

Hundertwasser - Diana C

Hundertwasser

Desperté y vi que nada nos había dejado Hundertwasser. En mi febril sueño le había tomado el pulso, le había examinado las huellas dactilares, limpiándolas minuciosa como un detective, estudiando el fino polvo de pigmento que se albergaba entre las espirales de sus dedos. Una amarilla, otra azul. Naranja, dorado, rosa chicle, verde turquesa, verde lima, azul ojos, negro abismo, rojo chillón. Yo miraba y remiraba, tratando de encontrar entre sus huellas su secreto. Hundertwasser me sonreía canoso y desdentado como un niño. Entonces, despacio, con gestos de mago, comenzó a mover sus dedos como tocando un piano que solo él podía ver. Dejó todo el aire prendido de notas, huellas musicales de colores, permitiéndome ver la música que llevaba dentro. Sonreí yo también ante aquella partitura invisible, tocando las notas de pigmento que se habían prendido de ninguna parte frente a mí. Mientras lo hacía, embelesada, no me dí cuenta de que se escapaba por la puerta, teniendo tanta prisa ya en terminar de transformarse por completo en sí mismo. Quiso convertirse en uno de sus edificios, y para lograrlo se onduló junto a la avenida y se puso una maceta en la cabeza. Las plantas comenzaban a entrarle por las palmas de las manos y a salirle por la boca como un canto, y supe entonces que Hundertwasser había muerto, al permitir que la vida le fuese sustituyendo poco a poco la piel por colores, los contornos por trazados infantiles, la melanina por clorofila. Le vi mirarse, maravillado, las manos al trasluz del sol: transparentaban su nuevo verdor, y de las puntas de dos o tres dedos empezaban a salirle flores.

Desperté y quise visitar al árbol Hundertwasser, ese bajo el que él estuviese enterrado a tan solo uno o dos metros de la superficie terrestre, que estuviese ya crecido y alimentado de sus restos de once años. Pero descubrí que nada había dejado de sí mismo. Nada salvo unos edificios que habían obligado a las ciudades a destilar belleza entre los coches y los ocasos, y a las miradas a hacerse infantiles otra vez. Nada, salvo que le había trenzado los caminos a la Tierra como quien peina los cabellos gigantescos de una diosa dormida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario