domingo, 18 de diciembre de 2011

Arbol, Avenida, Camino, Hundertwasser - Hassan Ahmar

“La avenida es traicionera en esta época del año, puede inundarse en cualquier momento sin previo aviso, pues recoje agua de lluvias que pueden caer a muchas millas de distancia, en la Sierra Negra. Yo te recomendaría que tomaras otro camino, el Camino del Árbol”
“Y cómo doy con él”
“No es difícil; debes salir del pueblo dirección norte y atravesar el páramo, luego debes bordear las colinas por el este hasta que en un recodo veas el único árbol que crece en más de cien millas a la redonda. Desde allí marca rumbo noreste y a cada milla irás encontrando montones de piedra que te indicarán que mantienes el rumbo. Ese es el Camino del Árbol”
“Gracias hombre, ¿Cómo puedo agradecerle su ayuda?”
“No es nada. Acuérdate de llevar pertrechos para andar dos semanas”
“Descuide, lo haré”
El joven forastero se ajustó el sombrero y salió a la calle polvorienta. A ambos lados se extendían no más de veinte edificios de madera de dos plantas, de aspecto destartalado. Anduvo por la tórrida lengua de tierra y se metió en un edificio que anunciaba “ultramarinos”. Se hizo con todo lo necesario para su andadura, cargó su mula y desapareció en el horizonte bajo un sol implacable.

    Esa noche durmió al raso y sin poder enceder una hogera, no había visto ni un arbusto en todo el día, no había nada que quemar. Pasó un frio terrible, al que se unía la inocomodidad de las piedras que se le clavaban por todo en cuerpo. Quizá porque durmiera mal acabó levantándose cuando el sol ya estaba bastante alto. El silencio era ensordecedor y Lorenzo ya picaba. Desayunó un pedazo de pescado salado y unas nueces y reemprendió su camino.
    Las gargantas y loma se iban sucediendo a lo largo de todo el recorrido. El desierto era un laberinto casi infinito, si no fuera por los picos de Sierra Negra que asomaban tímidamente en el horizonte, al oeste. Pensó que si perdía la senda que marcanban los montículos de piedra se dirigiría hacia la sierra, para no deambular sin rumbo y perderse para siempre en ese mar de piedras y polvo.
Al tercer día debía encontrar una fosa donde abrevar la mula, pero tendría que desviarse unas millas del camino, algo tan peligroso como necesario.
    Llegó el momento, el montículo que anunciaba el desvio a la poza estaba coronado por una losa de piedra con una inscripción que él reconoció, tal como había predicho el tabernero del pueblo que dejó atrás hacía un par de jornadas. No entendía su significado, pero sabía cierto que allí debía partir noventa grados a la derecha y seguir tres millas hasta el fondo de un pequeño cañón, en un recodo del cual encontraría una poza con agua. Agua que suponía el hilo que lo unía con la frágil vida, de la cual él y la mula eran únicos testimonios en ese paraje abandonado de la mano de Diós. Partió en su busca, dejando atrás la inscripción que nunca volvería a ver “Hundertwasser”.

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