lunes, 25 de noviembre de 2013

La traición - Silvia


¿Cómo se puede vivir tras haber sufrido una traición? Estas cuatro paredes frías, éste habitáculo oscuro que solo tiene una pequeña ventana enrejada a un minúsculo patio interior, me recuerda cada día que hay alguien ahí fuera que nunca me quiso bien. Pero no se limitó a eso, se dedicó a tejer una trama a mi alrededor con el único propósito de acabar conmigo, de saberme pudriéndome en esta prisión. ¿Cómo se puede ser tan mala persona? Y peor aún, ¿Cómo pude caer en su red? ¿Cómo pude ser tan idiota y no sospechar en ningún momento?
Si algo se puede hacer en este lugar, donde el día no se diferencia de la noche, es pensar. Pensar, darle vueltas al coco, hasta volverse loco. Suponer, imaginar, llegar a conclusiones que no sabrás jamás si son ciertas o meras suposiciones. Los hechos que creías ciertos se mezclan con los imaginados y los supuestos hasta llegar a un punto en que ya no distingues, ya no sabes qué piensas, los recuerdos se mutan, se modelan según nuevos patrones imaginados repetidamente y la razón se escapa, se fuga por minúsculas fisuras abiertas en el cerebro.
De una cosa estoy seguro. La traición duele. Duele mucho. Es una herida que no se cura jamás. Cuando me detuvo la policía, con una bolsa colgada al hombro llena de billetes y las manos manchadas de sangre, solo sentía el abandono. Mientras me juzgaban y condenaban solo me importaba el engaño. Desde que me encerraron en esta celda solo pienso en la traición, intentando desvelar unos motivos que no acierto a encontrar. Solo se me ocurre la maldad en sí. Me parece macabro que alguien disfrute del mal ajeno, pero no llego a otra conclusión.
Ahora, en mis recuerdos mutados, veo maldad en su mirada, un brillo extraño. Siento mentira en sus palabras, silencios injustificados. Percibo perversión en su sonrisa, un triste escaparate. Desde que nos conocimos estuvo jugando conmigo, me manipuló a su antojo y yo caí en su red, me dejé mecer en su telaraña.
Planeamos el golpe juntos, aparentemente, claro. Cada detalle estaba controlado. El riesgo era mínimo y el beneficio máximo. Parecía perfecto. Después desapareceríamos una temporada de circulación, hasta que se hubieran olvidado de nosotros.
Ni siquiera tuvo la delicadeza de cortar la comunicación conmigo mientras llamaba a la policía. Entretanto yo, incrédulo, veía como se desangraba aquel hombre. No se llevó el dinero. Solo la satisfacción de destrozarme la vida.
Me dijo que las balas eran de fogueo y yo me lo creí.
Me dijo que me esperaría en la puerta trasera con el motor en marcha y yo me lo creí.
Me dijo, varias veces, que me amaba y yo, idiota de mí, me lo creí.

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