Lo supo
desde el momento en que en el mostrador de facturación, la mujer de la compañía
aérea que le atendía le preguntó dos veces si estaba seguro de no tener nada
que declarar y de sólo tener como equipaje una bolsa de mano. Podría haber
pensado en el exceso de celo de la operaria, la intención de hacer un trabajo
impecable, no querer dejar nada a la interpretación del pasajero. Pero no
estaba en la posición de utilizar argumentos superfluos. A medida que se
alejaba del mostrador, vio como la misma operaria descolgaba el teléfono y
hablaba con alguien al otro lado, mientras la larga cola de pasajeros
continuaba esperando.
¿Qué
hacer ahora? No había muchas opciones. La de seguir adelante parecía la menos
suicida de todas. Se tenía que arriesgar. Salir del aeropuerto estaba fuera de
discusión, en un espacio menos controlable que estas instalaciones podía estar
totalmente vendido.
Debía
intentar por todos los medios pasar el control de pasajeros.
Subió
a la segunda planta, camino del control se paró en uno de los cafés que
situados en medio de los anchos pasillos del aeropuerto pretenden simular la
normalidad de una terraza cualquiera de
la ciudad. Pequeñas islas en el mar vacío de suelos de mármol. Allí espero diez
minutos. Había llegado un par de minutos antes de la hora convenida, y aún así espero
tranquilamente mientras acababa de saborear su macchiato. No apareció nadie. La
consigna era clara, llegaremos por separado, nos encontraremos en el café
Venecia de la segunda planta. De ahí al control de pasajeros.
Apuró
el último sorbo y se dirigió a la cola frente a los detectores de metal y la
policía de aduanas. Había aprendido a no mostrar nerviosismo a pesar de que las
circunstancias fuesen adversas. Entrenamiento militar de élite, algo que había
quedado en el olvido de treinta años atrás, pero que se le había pegado a la
piel como un tatuaje. Desde su uno noventa pudo ver cómo uno de los guardias de
aduana se acercaba hacia él y le sacaba de la cola. En un aparte, rodeado por
tres policías y dos militares, era cacheado, su bolsa de viaje registrada en
busca de compartimentos secretos. De ahí lo condujeron a una habitación en la
que le preguntaron sobre unos documentos secretos oficiales con los planos de
un edificio gubernamental. Todo demasiado dirigido y concreto como para ser
casual. Notaba la desesperación de su interrogadores, esperando una confesión
de plano al no encontrar ninguna prueba entre sus pertenencias. Al cabo de una
hora no tuvieron más remedio que dejarle marchar.
Un
guardia le acompañó a la puerta de embarque del vuelo a Roma, dónde vio la cara
de sorpresa de sus socios en el robo de los documentos, que no esperaban volver
a verlo. Los miró sin desafío, hacía tiempo que sabía que el silencio es más
amenazante que los accesos de rabia incontrolados. Se giro hacia el guardia y
le tendió su tarjeta de embarque, disculpe, mi vuelo no es éste, sino el que se
dirige a Madrid. El agente comprobó la tarjeta y continuó su escolta hasta la
puerta 19 de vuelos internacionales.
En
el asiento 13A del avión, Tobías Coll, se acomodó las gafas para leer un pequeño
papel que había sacado del pliegue de una de las mangas de su chaqueta. Era un
envío de correo certificado a nombre de Catalina Louise Campistrou, su madre
fallecida, y una de las pocas personas en este mundo que jamás le había
traicionado.
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