La composición es sencilla, un amplio ventanal, con
un marco en blanco que lo divide en cuatro hojas simétricas. El muro sobre el
que se sostiene el marco, forma una repisa con el espacio preciso para soportar
algunos objetos de decoración, inconexos, pero básicos. La mesa, de madera de
teca, queda justo delante, mínimamente
por encima del marco inferior del ventanal. Sobre ella lo suficiente para
llenar una mañana, una tarde o una noche de nuestras vidas. Libros, revistas y
libretas, un té en su bandeja, con dos tazas, dos prismáticos. Un pequeño mundo
en sí mismo que pretende ser compartido. Pero ese mundo se expande a través del
paisaje abierto frente al ventanal, entre el verde de la costa, la huella del
hombre a la altura de los tejados y la línea del horizonte del mar. Se
convierte en un mundo abarcable, que parece venir a buscarnos.
Lo miro y lo entiendo, es una casa acogedora que
vive de dentro hacia fuera. Protege y se abre a lo mínimo que le pido al mundo,
un horizonte sobre el que poder mirar y soñar.
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