Habíamos subido
corriendo al castillo, premurosos, ese día frío y ventoso, hace casi cuarente
años. En la foto, encaramado en lo alto de la muralla, se me ve con mis primos,
el pelo alborotado y la cara aterida de frío. Estábamos disfrutando como niños
salidos de la ciudad, de un día de pueblo y montaña. Hasta nosotros llegaban
aromas de leña quemada en docenas de chimeneas, allá abajo.
El viejo castillo árabe, al que los mozos subían un día al año a destrozar
murallas hasta que alguien decidió prohibir esa cafre costumbre. Sus almenas
avizoran todo el valle y ese día vigilaban nuestra insolente juventud recien
salida de la crisálida de la infancia. Cogidos de los brazos, sonreíamos, la
vida era un torrente antes de ser encauzado.
En la foto hay un elemento inquietante, atemorizador: al fondo de la imagen, a
lo lejos, se pueden ver claramente las dos torres de la nuclear que están
construyendo con una devastadora majestuosidad, símbolo implaclable de que las
cosas serían siempre de otro modo. El valle estaba perdiendo su infancia.
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