Pasaron los tórridos días en los que el sol
ardía y la tierra se apretaba. Cayeron
algunas lluvias, y aunque en algún momento el calor repite su asedio, la noche
siempre trae el bálsamo de la frescura y el rocío. Un amanecer de otoño
conduciendo, me percato de que al campo ibicenco le ha empezado a salir la
pelusa de su futuro manto verde con el que se viste para el invierno. Paro un momento
y observo el horizonte, definido por el rojo suelo, partido a terrones por le
hierro de un arado y fragmentado por algarrobos dispersos y piedras ordenadas
componiendo un muro. Esta podría ser mi escena, pero aún falta mucho.
Miles de seres de quitina viven en esta foto,
minúsculos y apenas visibles. Algunas hormigas forman una obediente fila. En
realidad, varias filas. Capturamos una abeja cruzando a ras de hierba hacia
algún lugar donde parar un momento y seguir su vuelo. Bajo las hojas, mariposas
nocturnas se camuflan durmiendo el día que llega. Una pata de escarabajo asoma
por su túnel perforado en el tronco, mientras chupa la savia que llega de la
tierra. Un gusano camina un rato fuera del subsuelo que excava a diario.
Aparece un saltamontes tempranero que se expulsa los restos de la noche y
limpia sus ojos al sol que ya calienta.
Siempre hay un mundo dentro de otro mundo.
Bellezas ocultas e infinitas escenas.
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