Se detuvo un momento antes de salir al camino.
Encendió un cigarro, más por necesidad de llenar el momento que por deseo de
fumárselo. Tosió con el humo. Ni siquiera eso le pasaba a través del nudo de su
garganta. Se iba para no volver. Este camino era de ida sin vuelta. Había
aprendido que el premio de los traidores era quedarse solos. Entre calada y
calada repasó su decisión: No fui capaz de verlo a tiempo. Mientras se gestaba
el proyecto, no fue difícil pasar desapercibido. Todos aplaudían y admiraban a
los imponentes líderes. Gente con carisma innato y poseedores del don de la
convicción propia y ajena. Y nadie se percató de mi presencia: la comadreja en
la esquina de la mesa. Ahí, callado, taciturno e insignificante, me relamía
instalado en el segundo plano y pensaba en lo importante que sería cuando todos
descubrieran que era yo en el fondo la pieza clave del grupo. De su estrepitoso
fracaso. Nadie ni nada me había advertido de la derrota que sientes al
traicionar. Quien actúa miserablemente en un momento clave, cuando se mira al
espejo, ve al cobarde que fue y volverá a ser. Ya nada es lo mismo. La
debilidad aparece como algo humillantemente sencillo. Y de ahí nace la
vergüenza. Cada esquina parece recordarme implacablemente lo decepcionante que
ha resultado la búsqueda de "lo mejor para mi". Debo marcharme, huir.
Hoy de este lugar, mañana ¿quien sabe? No es la traición quien me persigue,
sino la derrota de haber cedido tan fácil ante ella.
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