lunes, 20 de enero de 2014

Com-parti-2: CRISTINA - PAU - La caja

COMPARTIDOS “La caja”

(CRIS)


Tres semanas después del funeral había recibido una aviso de correos que olvide por completo hasta esa mañana. Como tenia que bajar al centro para hacer unas gestiones aproveche para pasar por correos.
Como siempre la oficina estaba llena hasta la bandera. Mientras esperaba mi turno me preguntaba que diablos iba a recoger, hice memoria por si había solicitado algo por catálogo, pero mi mente seguía en blanco, en ese momento vi mi número en la pantalla, me acerque, le entregué el aviso al funcionario, se fue unos segundos y regreso con una caja. Por la expresión de su cara deduje que me iba a costar llegar al coche.¿Quién la enviá? Pregunte. No tiene destinatario, respondió.
Salí de la oficina con la pesada caja. Cuando estaba a punto de cruzar la calle la dichosa caja empezó a deslizarse por mi cuerpo sin control, estaba a punto de caerse cuando un joven me ofreció ayuda, cogió la caja y me siguió hasta el coche. Caray! si que pesa, ¿que son, libros? Preguntó. La verdad no tengo ni idea, respondí. Le di las gracias y volví a casa.
Al llegar fui directa al trastero a ver si encontraba la vieja carretilla de papa, allí estaba “La Pepa” tal como mi padre la bautizo.
Gracias a “La Pepa” pude entrar la caja. La abrí y empece a retirar las bolas de papel de periódico. Lo que había dentro resulto todo un misterio para mi. Un álbum de fotos antiguas donde aparecían varios hombres vestidos de milicianos con fusiles en las manos. Montones de cartas, amarillentas por el tiempo, unidas por una cinta de terciopelo. Una caja de madera en cuyo interior se encontraban cuatro balas, cada una de ellas llevaba inscrita una inicial, un puñal,una treintena de libros, entre ellos: El Marxismo y los problemas de la Revolución, de Juan Andrade, La Revolución de octubre de Andreu Nin ambos de 1937. Y algo que jamas pensé que pudiera tener entre las manos, los seis ejemplares de la revista caballo verde, una revista de poesía que Pablo Neruda fundó en Madrid en 1935. Yo, como amante de la poesía, conocía bien la importancia de esos ejemplares ya que en vano intenté comprar algunos en diversas subastas.
Empezaban a surgir miles de preguntas en mi cabeza. Decidí tomar un respiro y
abrí una botella de vino. Empece a leer las cartas. ¿Quienes eran esas personas? Juan García Hortelano, Miguel Aramendi, Antonio Gascón Ariza. Mi padre jamas me habló de ellos. Seguí leyendo las cartas a ver si encontraba alguna pista del destinatario, pero nada todas hablaban del conflicto de la guerra salvo una, que parecía escrita en clave.
Empezaba a sospechar que mi padre nunca nos contó la verdad acerca de su vida durante la guerra. Según él en aquellos convulsos años se dedico a la agricultura en el cortijo de su padre quedándose al margen de cualquier bando.
El vino empezó a hacer efecto ya que apenas podía mantener los párpados abiertos cerré los ojos y soñé con todos ellos.

                                                                                                                                     (PAU)


El sueño me llevó a Madrid, a noviembre de 1936. Hace mucho frío en la trinchera, a pocos cientos de metros de distancia, el ejército de Franco acecha en sus posiciones y aguardan las horas que faltan para el asalto final que pondrá fin a la breve guerra. Confían en que la chusma roja se desmorone y consigan entrar en Madrid.
     Detrás nuestro, un pueblo entero alienta nuestro sacrificio. El mundo civilizado está pendiente de nosotros. Nadie confía en que podamos resistir a los fascistas, creen que seremos la próxima ficha que cae de su macabro dominó.
     El frío va en aumento con el tránsito al amanecer, estoy temblando con mi fusil helado entre las manos y pensando en Rosa y en la pequeña Clara que mañana cumple un año.
     Ha comenzado la batalla: a un buen rato de cañonazos le sigue el asalto de los moros mercenarios, aullan espantosamente mientras corren hacia nosotros, son muchos. Noto como mi pulso se acelera, me cuesta respirar, he dejado de sentir frío. Apunto, disparo... y fallo. Apunto, disparo... y un moro se desploma. Pese a numerosas bajas, los teníamos ya encima; al primero que asomó por la trinchera le hundí la bayoneta en el pecho (el sonido de las costillas rotas por el hierro me perseguirá siempre). A mi lado otro moro le corta el cuello al cabo Espigares entre gritos horribles. Estoy sudando y enloquecido. Acabo a puñaladas con el segundo moro.
     Los atacantes se retiran, el asalto ha fracasado en toda la línea. Tengo las manos llenas de sangre caliente: traen un calorcito agradable.
    Sentado en un rincón de la trinchera, con la mirada perdida, siento que me he hecho muy viejo de golpe, el joven poeta acaba de matar a tres personas. ¿Cómo podrá contárselo a su hija?


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