Podríamos decir que Miguel disfrutaba de su
trabajo. Habitualmente su mente era muy creativa y mientras trabajaba en un
prototipo su cabeza ya estaba ideando otro. Tenía una carrera brillante a sus
espaldas y era considerado un buen inventor entre sus colegas. Había ganado el
premio “objeto revelación del año” en un par de ocasiones y su última patente,
“el descodificador transgeneracional” se estaba vendiendo muy bien. Una
multinacional se había interesado en el “Transcode” (su nombre comercial) y ya
estaban en negociaciones para lanzarlo en Francia, Alemania e Italia.
Todo le iba viento en popa. Su mujer, a quien
amaba, y sus hijos, Juan, de seis años y Paula, de dos, eran sus tesoros más
preciados.
No obstante, hacía unos días que a Miguel le
costaba concentrarse. Cada vez que cerraba los ojos veía a aquella pareja
pegándose el lote dos mesas más allá, en la terraza del bar donde, como casi
cada domingo, se tomaban unas gambitas saladas y un Martini antes de ir a comer
a casa de sus suegros. Se podría decir que estaba un poco obsesionado con el
episodio y no sabía muy bien por qué. No es que llegara a sacar conclusiones
sobre el asunto, simplemente se repetía la escena: Juan preguntando –papi, ¿qué les pasa a esos
señores?-. La pareja quitándose la ropa, ajenos al lugar público donde se
hallaban, él mismo ruborizándose y disimulando ante su hijo –eh… no es nada
Juan… creo que juegan. –¿se hacen cosquillas? -mmmh… eso parece. Te echo una
carrera hasta el parque. –yo quiero gambas. –esto… volvemos enseguida, no pasa
nada. Venga, vámonos al parque. Ahora volvemos ¿vale, Claudia?- Su mujer,
atónita, no responde ni parpadea. Mira a la pareja sin disimulo ni intención de
dejar de mirar. Él arrancando a su hijo de la silla y arrastrándolo al parque.
Mientras se alejan su mujer todavía no ha parpadeado.
Claudia se había quedado en estado de shock.
Apenas comió ni intercambió palabras durante la comida y su actitud mejoró muy
poco durante la tarde. Era como si una parte de ella se hubiera quedado en la
plaza.
Pasaban los días y los dos se iban separando.
La casa descuidada, los hijos menos atendidos y los silencios eternos. Cada uno
en su mundo donde, de alguna manera, se habían quedado parados. La situación no
era ni cómoda ni incómoda. Entretanto el mundo seguía girando sin contar con
ellos. Así pasó un tiempo que no pudieron medir. Tal vez fueran días, tal vez
semanas, incluso puede que meses. No podían saberlo.
Un día se encontraron, sin saber cómo, en la
terraza del bar donde comenzó aquel extraño episodio. Martini, gambitas y
silencio. Miradas perdidas. Un hombre se aproximó a la mesa y les pidió la
hora. Miguel consultó su reloj: la una y cuarto. Miró al hombre mientras le
respondía ¡era él!¡ Era el tipo que -¿hace cuánto?- estaba pegándose el lote
con la parienta! Algo se sacudió en su interior. Miró a su mujer y supo que
ella también lo había reconocido. Sus miradas se encontraron, después de
siglos, y se vieron.
Claudia dijo: -¿quieres más gambas, cariño?
¡Juan! ¡estáte quieto, que te manchas!
-Sí, sí, están riquísimas… ¿otro Martini?
Algo se puso en marcha. Estaban de vuelta.
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