viernes, 5 de julio de 2013

Incluso un reloj parado da la hora dos veces al día o de cómo Miguel y Claudia se perdieron y se encontraron - Silvia


Podríamos decir que Miguel disfrutaba de su trabajo. Habitualmente su mente era muy creativa y mientras trabajaba en un prototipo su cabeza ya estaba ideando otro. Tenía una carrera brillante a sus espaldas y era considerado un buen inventor entre sus colegas. Había ganado el premio “objeto revelación del año” en un par de ocasiones y su última patente, “el descodificador transgeneracional” se estaba vendiendo muy bien. Una multinacional se había interesado en el “Transcode” (su nombre comercial) y ya estaban en negociaciones para lanzarlo en Francia, Alemania e Italia.
Todo le iba viento en popa. Su mujer, a quien amaba, y sus hijos, Juan, de seis años y Paula, de dos, eran sus tesoros más preciados.
No obstante, hacía unos días que a Miguel le costaba concentrarse. Cada vez que cerraba los ojos veía a aquella pareja pegándose el lote dos mesas más allá, en la terraza del bar donde, como casi cada domingo, se tomaban unas gambitas saladas y un Martini antes de ir a comer a casa de sus suegros. Se podría decir que estaba un poco obsesionado con el episodio y no sabía muy bien por qué. No es que llegara a sacar conclusiones sobre el asunto, simplemente se repetía la escena:  Juan preguntando –papi, ¿qué les pasa a esos señores?-. La pareja quitándose la ropa, ajenos al lugar público donde se hallaban, él mismo ruborizándose y disimulando ante su hijo –eh… no es nada Juan… creo que juegan. –¿se hacen cosquillas?           -mmmh… eso parece. Te echo una carrera hasta el parque. –yo quiero gambas. –esto… volvemos enseguida, no pasa nada. Venga, vámonos al parque. Ahora volvemos ¿vale, Claudia?- Su mujer, atónita, no responde ni parpadea. Mira a la pareja sin disimulo ni intención de dejar de mirar. Él arrancando a su hijo de la silla y arrastrándolo al parque. Mientras se alejan su mujer todavía no ha parpadeado.
Claudia se había quedado en estado de shock. Apenas comió ni intercambió palabras durante la comida y su actitud mejoró muy poco durante la tarde. Era como si una parte de ella se hubiera quedado en la plaza.
Pasaban los días y los dos se iban separando. La casa descuidada, los hijos menos atendidos y los silencios eternos. Cada uno en su mundo donde, de alguna manera, se habían quedado parados. La situación no era ni cómoda ni incómoda. Entretanto el mundo seguía girando sin contar con ellos. Así pasó un tiempo que no pudieron medir. Tal vez fueran días, tal vez semanas, incluso puede que meses. No podían saberlo.
Un día se encontraron, sin saber cómo, en la terraza del bar donde comenzó aquel extraño episodio. Martini, gambitas y silencio. Miradas perdidas. Un hombre se aproximó a la mesa y les pidió la hora. Miguel consultó su reloj: la una y cuarto. Miró al hombre mientras le respondía ¡era él!¡ Era el tipo que -¿hace cuánto?- estaba pegándose el lote con la parienta! Algo se sacudió en su interior. Miró a su mujer y supo que ella también lo había reconocido. Sus miradas se encontraron, después de siglos, y se vieron.
Claudia dijo: -¿quieres más gambas, cariño? ¡Juan! ¡estáte quieto, que te manchas!
-Sí, sí, están riquísimas… ¿otro Martini?
Algo se puso en marcha. Estaban de vuelta.

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